Hacia la construcción de la historia de un (des)encuentro
La razón feminista y la agencia antirracista y decolonial en Abya Yala*
[foto: En Chile la cara de la represión es femenina. BACHELET: STOP criminalización del pueblo MAPUCHE!]
En este trabajo intento avanzar en la construcción de una genealogía de la relación entre la política feminista y las luchas antirracistas negras e indígenas en Abya Yala, desde una mirada decolonial. Se explora el surgimiento tardío de los movimientos y las luchas antirracistas, decoloniales y étnico-raciales en América Latina observando la ideología del mestizaje y los procesos de occidentalización amplia como obstáculo a superar y enfrentar incluso por el propio feminismo en su intento de descolonizarse y enfrentar la razón imperial racista instalada en sus simientes. Al final, analizo los costos que tiene para el feminismo en América Latina persistir en su mirada y tratamiento fragmentado de la opresión centrado en el «género».
Introducción
En la introducción del libro «Tejiendo de otro modo: Feminismo, epistemología y apuestas decoloniales en Abya Yala» que publiqué junto a Karina Ochoa y Diana Gomez (2014), nos hemos tomado algunas páginas para pensar la complicada relación entre el feminismo y las luchas indígenas y afrodescendientes en el lugar conocido en su nombre colonial como América Latina. A partir de un ejercicio de construcción de memoria recordamos cómo desde finales de la década de los ochentas se comienza a perfilar unas luchas indígenas y afrodescendientes amplias que interpelarán con voz cada vez más potente los estados-nación con su exigencia de autonomía (política, cultural, organizativa, epistemológica), y con su crítica al discurso eurocentrado de las instituciones, la agenda internacional de derechos, el mundo del desarrollo, y la política de los movimientos sociales urbanos locales e internacionales con su mirada universalista y sus ideales “de bien” centrados en la agencia individual y la capacidad de consumo.
En el trabajo recordamos lo que fue la campaña continental de los quinientos años de resistencia indígena, negra y popular como correlato de la celebración oficial de los quinientos de lo que el discurso eurocéntrico ha llamado “el descubrimiento de América”. Recordamos la década de los noventa marcada por la insurrección zapatista en México, y los procesos iniciados en una buena parte de la región: Guatemala, Brasil, Ecuador, Bolivia, Colombia, Venezuela gracias a las grandes movilizaciones y amplio despertar de movimientos campesinos sin tierra, indígenas y afrodescendientes, pobladorxs popularxs urbanxs, entre otros. Finalmente, se reconoce la presencia y el acompañamiento de una parte del feminismo a estos procesos.
Sin embargo, desarrollando una mirada no idealizadora, advertimos las dificultades y obstáculos de las cuales ha estado plagado el camino de estos intentos de articulación entre feminismo y luchas indígenas, negras y populares.
Aunque observamos los intentos de encuentro y reconocimiento mutuo entre las feministas y las “mujeres” de los movimientos indígenas y afros, al mismo tiempo se ha hecho más que evidente los problemas y peligros del intento de construcción de una agenda de intereses comunes. La historia demuestra la imposibilidad de una escucha atenta más equitativa y horizontal; la imposibilidad para el feminismo de abandonar su pretensión de producir una verdad universal sobre la opresión basada en género y los caminos para revertirla.
Así, no siempre resultaron fáciles las articulaciones, complicidades y alianzas entre mujeres de los movimientos indígenas, afrodescendientes y populares con las feministas. Ello se debió, entre otras cuestiones, al origen de clase y raza de las feministas, ya que si bien había mujeres descendientes de pueblos originarios y africanos, provenientes de la clase trabajadora, en sus filas, lo cierto es que la gran mayoría de las feministas han sido blanco-mestizas, urbanas, universitarias, provenientes de clases medias y altas. Tal como lo han denunciado y analizado las feministas negras y del movimiento de color en los Estados Unidos (hooks, 2004; Lorde, 2003), este origen condicionó las interpretaciones de la opresión de las mujeres, así como los postulados básicos del programa liberador a desarrollar, es decir, las estrategias que permitirían acabar con esta opresión y el tipo de sociedad al que aspiramos. Con ello, las diferencias entre las feministas y las mujeres organizadas de grupos subalternos no se hicieron esperar. Estas últimas no se han sentido atraídas ni convocadas por la lucha feminista, una lucha que han visto bastante alejada de su realidad. (Espinosa Miñoso, Gomez Correal, & Ochoa Muñoz, Tejiendo de Otro Modo: Feminismo, epistemología y apuestas descoloniales en Abya Yala, 2014, pág. 22)
A pesar de que cada vez más voces de “mujeres” indígenas y afrodescendientes, son capaces de reconocer, observar y visibilizar el sexismo que opera en sus comunidades y en sus organizaciones políticas, sigue existiendo una frontera y una relación complicada entre el feminismo y las “mujeres” de las organizaciones y/o de las comunidades y movimientos indígenas y afro. A mi entender, ello tiene que ver con algunas otras razones que me gustaría retomar al finalizar estas reflexiones.
Lo cierto es que con la expansión del feminismo a espacios más amplios de la vida en sociedad y la incorporación de compañeras racializadas y de comunidades marginales, estos problemas ya no solo se expresaron en una relación entre movimientos sino dentro mismo de las filas feministas. Los desacuerdos se manifestaron en la experiencia de unas relaciones desiguales “entre mujeres”. Experimentar dentro del activismo feminista el eurocentrismo, la violencia simbólica y epistémica, el racismo, la meritocracia y otras formas de manejo y traspaso de los lugares de prestigio y de poder; de manejo de la palabra y la representación, ha sido para muchas de nosotras la herida que nos marcó e impulsó a la búsqueda de explicaciones que nos permitieran comprender y dar cuenta de lo vivido. Una experiencia de la opresión que el feminismo en su forma clásica, en sus verdades compartidas negaba sistemáticamente y no nos permitía ver y analizar en su justa dimensión.
Y es desde ahí que varias de nosotras en Abya Yala, hemos denunciado y tematizado estos problemas dentro de las organizaciones feministas y el movimiento más amplio. Las primeras denuncias acerca de los privilegios y prerrogativas que gozaban algunas mujeres y que se reflejaba en la organización misma en términos de definición de problemáticas centrales, estrategias, alianzas, y formas de representación, fueron formuladas en clave de clase desde mediados de la década de los ochenta por el feminismo popular latinoamericano comprometido con el marxismo y la política de izquierda. Posteriormente durante la década de los noventa sería formulado por el feminismo autónomo en términos de la relación con el estado y los procesos de institucionalización y burocratización de la agenda feminista.
Pero paralelamente a esta historia, desde los ochenta apareció en la escena pública la fuerza de un movimiento negro en Brasil de donde emergerían las primeras voces de mujeres negras dispuestas a pelear su lugar tanto dentro de movimiento antirracista mixto como dentro del movimiento feminista. El movimiento afrobrasileño será paradigmático en esta historia inaugurando una conciencia de raza y una lucha amplia contra el racismo institucional. El feminismo afrobrasileño sería pionero en la región en la apertura a pensar la relación entre género, raza y clase[1]. En este país de mayoría afrodescendiente el llamado movimiento de mujeres negras se nutrió de las producciones minoritarias de las feministas negras en los EEUU y en diálogo con ellas han podido avanzar desde la década de los ochenta algunas herramientas teórico-metodológicas para pensar su propia realidad[2].
De las dificultades de producir una conciencia decolonial y antirracista y las influencias del feminismo negro y de color en los EE.UU. en Abya Yala
Es imposible negar la gran influencia que el feminismo negro y de color de los EEUU ha tenido sobre las feministas antirracistas en América Latina y en otras latitudes. Ello se debe seguramente a lo que, acogiéndome al análisis decolonial, nombro como una geopolítica del conocimiento (Walsh, 2002), o, aún mejor, una economía política del conocimiento (Rivera Cusicanqui, 2010). La preocupación respecto de la imposibilidad histórica del feminismo latinoamericano de producir un teorización propia que atienda a su propia configuración geopolítica ha sido expresada ya por autoras como Breny Mendoza (2009) y Mayra Leciñana (Diciembre 2003) y, en mi propia obra, fue lo que motivó que llevara a cabo junto a un grupo de estudiantes y activistas la investigación independiente sobre la producción de conocimientos por parte de los Estudios de Género y Sexualidad en América Latina (Espinosa Miñoso & Castelli, 2011).
La condición de países satélites del colonialismo europeo y, posteriormente, norteamericano, nos define como países receptores de conocimiento y no productores. Esto ha permitido que el pensamiento feminista negro y de color, a pesar de la condición de subalternidad que ha tenido en la academia de los Estados Unidos, lograra cierto nivel de recepción y se convirtiera en una referencia de la voz de las mujeres racializadas y del tercer mundo. Tal ha sido la importancia de este pensamiento para pensar la relación entre raza y género en América Latina que hemos tenido que enfrentarnos al inconveniente de que sus representantes terminen suplantando las voces locales que intentamos aportar en esta misma línea de argumentación. Así se da continuidad a la larga tradición que desconoce sistemáticamente los aportes locales obstaculizando el desarrollo de una teoría propia que parte de nuestra impronta constitutiva. Este problema se advierte incluso en un campo de investigación como el giro descolonial que ha denunciado la colonialidad del saber, y que sin embargo a la hora de acercarse a pensar la relación entre colonialidad y clasificación de género acuden a las interpretaciones desarrolladas por voces provenientes del feminismo negro, chicano y de color en los EEUU, dando por hecho que ellas representan las voces de las subalternas latinoamericanas y caribeñas (Mendoza, 2014).
Más allá de la deuda histórica en el reconocimiento, la valoración y el desarrollo de una teoría propia, considero que la influencia decisiva que ha tenido el feminismo negro y de color de los EEUU en el desarrollo de apuestas antirracistas en nuestra región se debe a ciertas condiciones de posibilidad que propiciaron tempranamente la aparición histórica de este pensamiento en los EEUU, mucho antes que en América Latina.
Propongo pensar que algunas de las condiciones de posibilidad para el surgimiento cronológicamente diferenciado de los activismos y teorías feministas antirracistas en los EEUU y en América Latina, podrían tener que ver con lo que Antonio Guimaräes (1996) explica como la conformación histórica de diferentes modelos de racismo estatales a nivel mundial. Siguiendo la hipótesis de Guimaräes la existencia de un modelo de segregación racial como el estadounidense permitiría el surgimiento temprano –dentro de la temporalidad marcada por la configuración de los Estados-nación y la colonialidad- de una conciencia de “opresión racial” en los EEUU, distinto a lo que ocurriría en países de América Latina en donde un tipo de racismo “asimilacionista”, derivado de la estrategia y la ideología del mestizaje[3], impediría o retardaría la aparición de una conciencia de opresión racial y una política derivada de ella.
La ideología del mestizaje ha instalado la idea de la posibilidad de dirimir los conflictos entre diferentes tradiciones culturales y epistémicas enfrentadas, donde se imponía el abandono de las epistemologías autóctonas y su sustitución por la matriz moderna colonial a través de los estados-nación latinoamericanos. Por medio de un discurso que oculta más que lo que muestra, “plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla” (Rivera Cusicanqui, 2010, pág. 19), las élites nacionales ofrecían a las poblaciones no blancas un discurso mistificador y de integración al tiempo que desarrollaban dispositivos de blanqueamiento amplio que en su concepción permitiría que llegáramos a ser el tipo de nación adelantada y desarrollada que debíamos llegar a ser, a la manera de Europa. Este proceso de blanqueamiento ha sido sustantivo a la conformación tanto de las clases dominantes, como las clases medias y trabajadoras urbanas formadas bajo los ideales de la modernidad. Las comunidades en resistencia fueron sistemáticamente sometidas a exterminio y exclusión o, en caso contrario, obligadas a olvidar su origen y adscribir al ideal moderno occidental mediante la propuesta del mestizaje integrador (Mendoza, 2001).
Habría que decir, que el origen mayoritariamente burgués y blanco/mestizo del feminismo ha significado en Latinoamérica una adscripción, pero también un compromiso con estos ideales emancipatorios de progreso, igualdad y libertad personal y sexual (Espinosa Miñoso, 2010 y 2015). Ello ha implicado la producción de una mirada eurocentrada que no puede observar los efectos del racismo como episteme sobre la que se funda el propio programa liberatorio latinoamericano y las formas contemporáneas de nuestra organización política y social. Y así al feminismo en América Latina le ha sido difícil y le sigue costando admitir su complicidad con la expansión de la mirada moderna colonial, el racismo y el sistema de género racializado que de allí se deriva.
Esta particularidad histórica nos ha diferenciado de lo que ha ocurrido en otros contextos geopolíticos como África y EEUU, donde fue evidente el racismo constitutivo gracias a experiencias de segregación y apartheid (Guimaräes, 1996). Así, un primer movimiento contemporáneo de feministas antirracista en los EEUU tuvo posibilidades de surgir desde principios de los años setenta del siglo pasado, gracias a la conjugación de dos fuertes movimientos que aparecen simultáneamente en esta década: el movimiento feminista y el movimiento de los derechos civiles, posteriormente radicalizado en movimientos nacionalistas negros, muchos de ellos adhiriendo al análisis marxista. Es desde la experiencia de activismo en estos dos movimientos y de la militancia marxista que surgirán las voces de las feministas negras y de color en los EEUU.
El giro que inaugura este feminismo subalterno de “mujeres” racializadas provenientes de clase trabajadora en los EEUU solo fue posible gracias a que ellas logran conceptualizar e introducir la categoría de raza como categoría histórica que viene a jugar un papel crucial en la acumulación y expansión capitalista y que permite comprender la opresión que sufren una buena parte de las “mujeres”, opresión de la que la teoría feminista, eurocentrada, no ha podido dar cuenta.
Las feministas negras y de color nutridas por la experiencia del separatismo, el nacionalismo y la militancia revolucionaria negra y chicana, bebieron de una teoría marxista radical y revisitada que pudo relacionar clase y raza de manera efectiva. Esta relación permitió reparar en el sujeto subalterno producido por la expansión del capital a través de la empresa colonizadora, un sujeto racializado a efectos de justificar la superioridad blanca y que el pensamiento marxista no pudo teorizar sino limitadamente gracias a su fuerte compromiso con el programa moderno ilustrado.
Este sujeto político producido desde una conciencia de raza debatirá el eurocentrismo epistémico y el proyecto colonialista expansivo de Europa denunciado ya por autores claves del movimiento de la negritud, como Frantz Fanon (1965a y 1965b) y Aime Cesaire (2006), entre otros, desde mediados de la década de 1930 del siglo pasado. A partir de allí fue posible comenzar a pensar una “diferencia” con el sujeto europeo de la emancipación y con el programa político del socialismo internacional. Esta diferencia o especificidad comenzará a ser tematizada por las feministas negras quienes llevarán a cabo una labor de revisión de las premisas básicas que explican el sometimiento de las mujeres dentro del patriarcado; premisas que habían sido formuladas y sostenidas por el feminismo blanco burgués, incluso el comprometido con la lucha de clases.
Por el contrario, en el feminismo latinoamericano hemos necesitado más tiempo para que aparezcan voces de mujeres y feministas racializadas conscientes de la opresión racista y sexista. Y mucho más se ha necesitado para que el feminismo latinoamericano en su conjunto se haga consciente de la necesidad de articular la preocupación por el racismo.
Aunque a principios de los años noventa asistimos al nacimiento de un movimiento latinoamericano de mujeres negras liderado por feministas negras[4], por cierto, y no es un dato menor, varias de ellas lesbianas, ello ha sido a contrapelo de los intereses y la sensibilidad del mainstream feminista local. Como he señalado en un trabajo anterior (Espinosa Miñoso, 2012), es ilustrativo el hecho de que, a pesar del consumo permanente en América Latina de la teorización feminista producida en los EEUU y Europa sin embargo la producción crítica desarrollada por el movimiento de feministas tercermundistas en los EEUU, así como las primeras incursiones locales dirigidas en este sentido, no fueron objeto durante largo tiempo de una particular atención por parte del feminismo latinoamericano en su conjunto. Como advierto, “hubo que esperar a que estos aportes fueran recogidos y valorados por las académicas blancas norteamericanas para que gozaran de algún nivel de [mínima atención y] legitimidad en Latinoamérica” (Espinosa Miñoso, 2012, pág. 217). Esta forma de recepción hace marginal y sobre todo problemática sus usos e impactos en la teorización feminista contemporánea, tanto internacional, como latinoamericana.
De todas formas, las feministas negras y de color en los EEUU han sido los grandes referentes teórico-políticos de nosotras, las feministas antirracistas en América Latina. Sus postulados y críticas han sido esenciales para ayudar a configurar una voz propia desde posiciones subalternas del género. Esta voz en plena producción, por cierto, sin desmeritar esta genealogía de la que se ha nutrido, debe, sin embargo, continuar su propio camino aportando desde la experiencia de la colonialidad de poder, del ser y del saber a este andamiaje crítico proveniente de las racializadas subalternas de este mundo.
La experiencia de la colonialidad no es algo que las feministas antirracistas norteamericanas han vivido y/o teorizado, aun y a pesar de que ellas han estado atentas al colonialismo y el imperialismo que conocen debido a la historia de esclavitud y del colonialismo interno, así como, a la experiencia de la migración que muchas han experimentado como latinas en los EEUU. Las feministas antirracistas en Abya Yala tienen entonces mucho para aportar a un marco que interprete eficazmente la relación entre la opresión/dominación de las mujeres y el racismo. Este marco, que, desde mi punto de vista, es el del análisis de la colonialidad y del sistema moderno colonial de género, permite profundizar y mejorar la crítica producida por las feministas antirracistas en los EEUU y la primera camada de feministas antirracistas en Abya Yala, y, a la vez, da nuevas pistas para superar los obstáculos epistemológicos que contiene la teoría de la interseccionalidad, teoría que como sabemos es considerada el aporte fundamental de los llamados feminismos negros.
Sobre los límites de una teoría centrada en la opresión de género y sus implicaciones negativas en una lucha unificada
La aparición de una conciencia de género es bastante nueva en la historia de los movimientos sociales amplios en América Latina. Hemos sido testigos de cómo con el pasar del tiempo el discurso feminista en América Latina ha logrado impactar a nivel de las ideas en determinados espacios de los movimientos anticolonialistas, anticapitalistas, populares y étnico-raciales amplios. Esto se puede observar en algunos análisis que de allí se originan y donde se evidencia el nacimiento de una preocupación cada vez mayor por la opresión sexista. Es el resultado del discurso estatal sobre derechos que se ha ido logrando con dificultad gracias a las presiones del movimiento feminista y el trabajo sistemático del feminismo en el Estado, las ONGs y la agenda del desarrollo. También tiene que ver con años de trabajo e inserción en las comunidades del llamado feminismo popular y de izquierda. Así mismo, parte de los feminismos autónomos y radicales en América Latina han sido proclives a ver la necesidad de mantener y comprometerse con lo que han considerado como “otras luchas” que se llevan a cabo en el continente. Finalmente, no hay que escatimar las influencias de la academia feminista en la medida de su expansión en las universidades latinoamericanas y la aparición de programas de acción positiva por medio de los cuales mujeres de origen indígena y afro han podido acceder a la profesionalización en los estudios de género y sexualidad. Todo ello ha contribuido a la expansión de las ideas feministas y cierto nivel de popularización de sus ideas e interpretaciones sobre la opresión de género (o de las mujeres por ser mujeres).
Gracias a ello los movimientos amplios anticoloniales, antiimperialistas y antirracistas de nuestro continente empiezan a incorporar con timidez, pero mucho más rápido de lo que se está en disposición de admitir, una preocupación por la reproducción de relaciones jerárquicas entre mujeres y varones y entre géneros y sexualidades despreciadas y aquellas que son normativas al interior de las comunidades y de los propios movimientos.
Pero habría que sospechar del tipo de verdad sobre el “género” que el feminismo latinoamericano sigue instalando en su expansión, el tipo de interpretación histórica que hace para intentar explicar lo que define como “una opresión común de las mujeres por el hecho se ser mujeres”. A pesar de que desde distintos frentes de la teorización feminista se ha intentado mostrar los profundos problemas de una conceptualización universalista y fragmentada de la opresión, la razón feminista[5] en América Latina en su avance persiste en proponer un análisis homogeneizador.
Los límites de esta teorización se expresan cotidianamente en una política feminista latinoamericana cuyas estrategias focalizadas alrededor del género o, lo que otras nombran como “la condición femenina”, pretenden impactar al conjunto de las mujeres por sobre las condiciones sociales, culturales y económicas de los grupos y comunidades a los que ellas pertenecen. Como he señalado en otras ocasiones (Espinosa Miñoso, 2014 y 2016) este supuesto resulta productivo a las mujeres que gozan de privilegios de clase y raza, en tanto se benefician de una política que deja inamovible aquellos ámbitos de la vida social en donde ocupan lugares de jerarquía como parte de aquellos grupos dominantes que han ejercido el poder históricamente[6].
Esto tiene consecuencias directas en el tipo de política feminista que se lleva a cabo y en el tipo de valoración que hacen las “mujeres” racializadas de las comunidades marginales urbanas y campesinas. Cuando estas se ven compelidas a superponer una alianza de género por sobre una alianza de clase y raza no dudan en decidir a cuál dar prioridad. Saben que en la alianza de género que les propone el feminismo tienen las de perder, puesto que el costo que se les exige es estar dispuesta a abandonar o relegar a segundo plano los antagonismos históricos que les condenan como parte de una comunidad o tipo de pueblo. Intuyen o parten de la experiencia para saber que una vez que se acabe la marcha, la reunión o el encuentro de mujeres; una vez que se alcancen los que se anuncian como “objetivos comunes”, ellas volverán solas a vérselas con la dura realidad de una vida condenada a formas históricas de violencia institucional y estatal, condiciones a las que cotidianamente se enfrentan junto a aquellos que precisamente el feminismo les presenta como “el enemigo interno” a combatir.
Esta conciencia de resistencia y sobrevivencia como pueblo, como comunidad, como grupo étnico-racial o clase es la que interviene a la hora de sopesar los pros y los contra de nombrarse o no feministas. Es la razón oportuna por la que con o sin una gran teoría que las respalde saben que el feminismo no es su lugar, que la propuesta feminista puede aportarle algunas cuestiones para su propia resistencia y su propia liberación pero que esta no es su lucha. “No me salvo sola” me dijo una vez Julia Ramos, una dirigente aymara de la Confederación Bartolina Sisa de Bolivia[7], para expresar su decisión de no nombrarse feminista: no se trataba solo de un nombre, sino de los objetivos de una lucha.
Mientras para el ideario feminista consensuado las lucha es una lucha centrada en género y se hace “entre mujeres”, las mujeres racializadas y los feminismos que nacen de esta experiencia, piensan y hacen el esfuerzo de teorizar la opresión de un modo complejo, multidimensional y no fragmentado; para nosotras es fundamental la necesidad de una lucha común con los varones de la comunidad, pues sabemos que tanto como nosotras, son cuerpos producidos por la matriz de opresión, disponibles para la explotación y la violencia.
Esta posición sigue sin poder ser digerida por la gran mayoría de las corrientes feministas latinoamericanas producidas dentro de la colonialidad y la mirada eurocentrada. En la medida en que se afianza y profundiza un pensamiento antirracista y decolonial en el continente, nos topamos con resistencias fuertes al abandono de la centralidad y productividad del género como categoría dominante para explicar la opresión. El feminismo latinoamericano hoy puede estar más dispuesto a poner atención al racismo y los efectos del colonialismo. Pero su mirada del racismo sigue siendo superficial, particularista, y, sobre todo, fragmentada y sumativa. Su comprensión y tratamiento del racismo y del sistema mundo moderno colonial capitalista mantiene las categorías dominantes de opresión como si fueran de distinta índole y matriz histórica. Al final, hasta el más bien intencionado feminismo sigue pensando estas cuestiones como problemas separados, anexos a la dominación de género y por tanto menos sustantivos a las luchas de las mujeres.
Mientras no sea posible desandar este tratamiento de la opresión el feminismo latinoamericano estará condenado a ser la lucha de unas pocas, pero aún más importante, a ser la lucha para la emancipación de unas y la ampliación de la opresión de las personas racializadas.