Feminismos transnacionales decoloniales. Cuestiones en torno a la colonialidad dentro de los feminismos
So here you are
Too foreign for home
Too foreign for here.
Never enough for both.*
Ijeoma Umebinyuo, «Questions for Ada»
La cuestión que me gustaría indagar aquí trata de las posibilidades de un debate equitativo entre los diferentes feminismos del norte y sur globales, sus diálogos y fricciones, de modo que no reproduzca la violencia colonial. En el contexto actual de avance de gobiernos de derecha y sus lógicas reaccionarias, se hace urgente un diálogo entre movimientos y teorías críticas que compartan herencias de luchas sociales sin recaer en la repetición de la colonialidad.
Para ello, primeramente voy a introducir el lugar desde donde hablo, que es un lugar fronterizo, un lugar ‘entre’ posicionalidades. Luego presento una abreviada genealogía de los feminismos latino-americanos[1] de los últimos años, con la cual espero trazar algunas cuestiones para, en la tercer parte de este artículo poder pensar las posibilidades y limitaciones de unos feminismos transnacionales no coloniales en sus haceres y sentipensares.
Posicionalidades en diálogo
En el momento en que escribo esto, el perro con el que estoy viviendo estos días respira jadeante. Aunque estamos en una casa ventilada por la Tramuntana que sube desde el Mediterráneo a los bajos Pirineos, el bicho sufre de calor. Estamos en una frontera que ya no posee su función reguladora de personas y productos, pero que durante el siglo xx fue testigo de revoluciones sociales y fascismos, e sus consequentes migraciones. Es verano en Europa, otro más de llegadas masivas de pateras rellenas de personas que intentarán, a pesar de tenerlo todo en contra, entrar en esta fortaleza-Europa desde donde escribo ahora.
Desde que la mal llamada “crisis de los refugiados” empezó, muchos movimientos sociales locales en todos los países europeos vienen trabajando con la cuestión migratoria y de asilo político. Muchos partidos también intentaron abordar a cuestión, sin embargo adoptando muchas veces posiciones salvacionistas que darían para otro artículo. Otras veces incluso desde ciertos feminismos (racistas, liberales y eurocéntricos) se hizo una lectura de la cuestión migratoria en tanto amenaza a las mujeres blancas y a la cultura y costumbres locales. Es necesario reconocer que Europa cuenta con uno de los mayores índices de aprobación de políticas de extrema-derecha desde la Segunda Guerra Mundial. En Alemania el partido Alternativa para Alemania (Alternative fur Deutschland, AfD), en Francia, el Frente Nacional (Front National, FN) y en Suecia, los Democratas Suecos (Sverigedemokraterna, SD) son algunos ejemplos. Y todas estas fuerzas políticas tienen en común: un explícito discurso anti-inmigración, el hecho de que hasta hace bien poco tiempo ellas no existían (excepto por el Front Nacional) y el que estén ganando posiciones en el Parlamento a los partidos tradicionales de centro e izquierda. Los Demócratas Suecos pasaron de no existir a, en apenas 7 años, ser el tercer partido más votado en Suecia.
Con el tema migratorio como central para este giro conservador, la pregunta que me hago es entonces, ¿por qué los feminismos y otras teorías y movimientos de lucha social en Europa no priorizan este asunto? Y cuando lo hacen, estas iniciativas parten generalmente de personas racializadas e/o inmigrantes, y no logran alterar la agenda política de movimientos y partidos que en su agenda priorizan la crisis económica, la lucha contra el terrorismo ajeno, las crisis políticas internas y europeas, véase el espacio que tienen en los medios el procés català o el que tuvo el Bréxit. Otras veces el tema es tratado directamente desde posiciones racistas y neo-coloniales como viene pasando con las políticas de la Unión Europea (véanse los acuerdos con Turquía y otros países de la periferia europea para que ‘controlen’ las fronteras a cambio de regalías políticas). Hay excepciones, como lo ocurrido en el año nuevo de 2015-16 en Colonia, donde grupos feministas alemanes en seguida se movilizaron para expresar su indignación ante el uso del feminismo para justificar discursos xenófobos[2], en este caso de defensa de mujeres blancas ante el asedio sexual de una horda de ‘hombres de apariencia árabe o norte-africana’, según la Policía local. Sin embargo el estrago ya estaba hecho por el discurso oficial así como por la prensa. Una página de Wikipedia que resume los hechos[3] relata que el debate giró en torno a los derechos de las mujeres, las políticas de asilo y las diferencias sociales entre Europa y el norte de África y Medio Oriente. Después de este evento Alemania aprobó una ley que facilita la deportación de inmigrantes presos por crímenes sexuales y amplió su definición legal de acoso sexual.
Retornando al punto anterior, me pregunto ¿qué hay entre la aceptación impotente de esta realidad y la connivencia blanca y europea? La cuestión a estas alturas ya caricata de refugiadxs e inmigrantes de las periferias a los centros toca no solo el límite claro del capitalismo tardío: la noción de que el bienestar vivido en los países del norte global y en las áreas ricas del sur global no es posible a nivel mundial, si no que se hace ineludible el hecho de que el llamado “bienestar” de unos pocos se base directamente en el empobrecimiento de las mayorías y en la destrucción orgánica del planeta. Pero, mas allá de esta obviedad, de la cual sin embargo muchas europeas y europeos no son conscientes en su vida cotidiana –el coste global de su alto bienestar así como de su riqueza–, la cuestión de los flujos migratorios y la falta de una priorización de esta por parte de la izquierda y de los movimientos sociales hegemónicos nos presenta de bandeja una otra cuestión que es la irresoluta cuestión del pasado y presente colonial europeo.
Este límite está relacionado con la noción de que la colonialidad fue y es la condición de existencia de la Modernidad (Sousa Santos 2014). A lo largo de la historia, es posible ver cómo la legitimidad de esta Modernidad fue construida omitiendo su lado “menos visitado” (esto es una traducción libre que hago del concepto “dark side” de Mignolo por considerarse descolonial necesitaría ser revisado ya que asocia oscuridad con negatividad), es decir, su pasado y presente colonial (Mignolo 2011). Desde una perspectiva feminista levando esa noción un poco más allá, algunas autoras afirmaron que este postulado creó unas formas de violencia específicas sobre aquellos cuerpos generalmente identificados como mujeres, lo cual Lugones clasificó como “sistema moderno colonial de sexo y género” (2008a). Este sistema, según ella, no sería entendido de forma subalterna, como sugerido por Quijano (Quijano y Ennis 2000), sino de manera constitutiva, ya que todo el sistema moderno se apoya en las categorías de raza/racialización, género y clase[4] (Lugones 2008b).
Para la izquierda europea y sus feminismos entonces colocar la cuestión de refugiadxs e inmigrantes como prioritaria implicaría reconocer su propio fin, o al menos el de sus propias limitaciones categóricas y metodológicas, o aún dicho de otro modo, la colonización y la colonialidad son el gran hiato teórico y político de la izquierda europea.
A esta altura os estaréis preguntando que tiene esto que ver con la pregunta que nos convoca en este número de Desde el Margen: ¿cómo hacer frente al vaciamiento de discursos sobre alianzas, coaliciones y solidaridad”? A mi entender existe una relación directa en el sentido de que es necesario decolonizar pensamiento y prácticas desde dentro y desde fuera en nuestros feminismos. No podemos seguir pensando, por ejemplo, en términos de solidaridad y resistencia tal como los venimos pensando hasta ahora. Reproduciendo la retórica del buen europeo que “coopera” para el “desarrollo” de otras regiones, cuestiona sus sistemas democráticos, a la vez que explota sus bienes primarios sin pagar impuestos o respetar leyes ambientales, cuando la pobreza de esas regiones está íntimamente ligada al bienestar de los centros (y aquí es preciso incluir las élites locales del sur-global así como al colonialismo interno).
Este es un poco el lugar desde donde hablo, mi posición como inmigrante blanca, casada y divorciada e finalmente legalizada después de diez años viviendo en Europa, como activista, trabajadora e investigadora. Este texto así como el proyecto de investigación que estoy haciendo parten de esta experiencia vivida así como de inquietudes colectivas que viví en espacios feministas y otros movimientos. Sigo para ello las tradiciones feministas de las teorías encarnadas (Moraga y Anzaldúa 1981) que buscan interconectar lo social y lo personal (bell hooks [2000] 2017) como forma de enunciación situada y, en este caso, fronteriza (Anzaldúa [1987] 2016), nunca suficientemente de allá, ni de aquí. Procuraré en este texto conyugar mis localidades, tejerlas de modo a alimentar las aproximaciones teóricas que pueda llegar a hacer en torno a las necesidades y limitaciones de unos feminismos anti- y/o decoloniales.
Genealogías y agendas en disputa
Ahora quisiera pasar a una accidentada y breve genealogía de los feminismos de Abya Yala y de sus potenciales anti-, post- o decoloniales[5]. Para lo cual voy a presentar escuetamente algunas de las tensiones y afectaciones discursivas dentro de los feminismos de las últimas décadas teniendo en cuenta la historia colonial presente en los diálogos Norte-Sur.
A partir de una noción dialógica de la colonialidad, entiendo que cuando una relación de subordinación se materializa muchas veces está acompañada de una serie de complejas acciones y contra-acciones, violencias y complicidades, así como de estrategias y resistencias. Podemos observar cómo los marcos de pensamiento y los horizontes de expectativas y acciones se construyeron de acuerdo con la Razón moderna así como la coexistencia de diferentes estrategias de resistencia contra las formas más crueles de opresión y violencia. Este estratagema de modelos dialógicos y sus consecuencias también se dio dentro de las teorías críticas, como el Marxismo, la Teoría de la Dependencia y los Feminismos. Podríamos afirmar que estos procesos de imposición de tales modelos sociales están en la raíz misma de todos los marcos teóricos surgidos a la luz de la Ilustración, y su Humanismo eurocéntrico de asunciones universales. Con los feminismos occidentales surgidos del paradigma de la igualdad de derechos, no fue diferente.
¿Cuáles son entonces las relaciones que se establecen entre los feminismos del Norte-Global y los de Abya Yala, y cómo estas relaciones jerárquicas muchas veces podrían establecer un debate más equitativo. Para pensar esta pregunta creo necesario prestar atención a qué paradigmas se activan a través de esas traducciones culturales mutuas, así como qué tipo de políticas son reforzadas, repetidas y re-significadas en la actual crisis económica que vivimos.
Los feminismos latinoamericanos encarnaron desde mediados de la década de los ’90 una discusión sobre sus agendas que, para sintetizar, se dividió entre las posturas institucionales y las autónomas. Este debate ocurrió después –y en parte como una consecuencia– de los acuerdos llevados a cabo durante la Cuarta Conferencia Global de la Mujer organizada por las Naciones Unidas en 1995 en Beijing[6]. En esa reunión algunas líneas básicas se establecieron a fin de eliminar diferencias entre hombres y mujeres, y de reducir la violencia de género a escala global. A partir de su Plataforma de Acción, cuyas medidas estaban pensadas para mejorar la vida de la «Mujer» (en singular) alrededor del mundo, los Estados firmantes se comprometieron a reforzar esas medidas y a poner en práctica una serie de mecanismos y recursos para alcanzar dichos objetivos. Además de estos Estados, habían otros importantes actores como las Naciones Unidas, el Banco Mundial –que venía aplicando políticas neoliberales en la región desde hace décadas–, y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (AID).
En América Latina, los acuerdos de Beijing se tradujeron en la aplicación de una agenda de políticas externas en la región, que se materializó a través de los fondos para los programas de «cooperación al desarrollo» y, específicamente, de la implementación de «políticas de género» (Paredes Carvajal 2010a). En esas políticas, el «sujeto monolítico de la mujer del tercer mundo» aparecía definido como un objeto o mero receptor, en las palabras de Mohanty, como «un grupo homogéneo y sin poder, muchas veces visto como víctimas implícitas de sistemas socio-económicos particulares (1984: 338). Por otro lado estas políticas no solo necesitaban que sus agendas –que problemáticas serían priorizadas– fueran aceptadas, pero también requerían de la colaboración de mano de obra local, especialistas y agentes sociales que introducirían sus proyectos en toda la región. Estos macro proyectos diseñados en el Norte-Global por feministas de EEUU y de Europa traían consigo una noción subyacente de ‘ciudadanía universal’ para la ‘mujer del tercer mundo’ o ‘mujeres de países en desarrollo’ sin definir a estas mujeres, ni diferenciar sus características étnicas, lingüísticas o sociales –las cuales son bastante diversas– en el subcontinente.
Esta situación llevó a una bifurcación entre los llamados ‘feminismos autónomos’ y aquellos que consideraban que estos proyectos internacionales eran una oportunidad para construir una agenda feminista local junto al Estado y las agencias internacionales de financiamiento. Este proceso creó una ruptura entre estas dos corrientes que generó diferentes estrategias políticas en las prácticas feministas. Como resultado de esta ruptura, a finales de los años 90 se dio otro debate, influenciado por voces autorizadas de la academia estadounidense, que comenzó a tratar los mismos asuntos discutidos por los Feminismos Negros en los años 70 en Estados Unidos, partiendo entonces del cuestionamiento del sujeto del feminismo desde una posición no hegemónica, racializada y subalterna. Si bien estas teorías importadas hicieron visibles diferentes sujetos abyectos en un primer momento, en América Latina estas voces locales dejaron en un segundo plano la preocupación sobre cómo, las categorías de ‘raza’ y clase se articulaban con las de sexualidad y género, ya que sus intereses se dirigían mayormente en aquella época según Espinosa Miñoso a los «límites discursivos del sujeto del feminismo» (2014). En consecuencia, el campo de acción y discusión estaba restringido nuevamente al conocimiento considerado válido bajo este ‘nuevo’ paradigma feminista, mayormente centrado en el género.
Es importante indicar que esta hegemonía epistémica contó con una contraparte local. Una de las razones por las que estos marcos analíticos fueron aceptados se debe al hecho de que las universidades latinoamericanas fueron, y todavía son, espacios formados en su mayoría por personas no racializadas y con privilegios de clase. Y aunque en Brasil esto haya cambiado un poco en la última década, se podría decir que el origen (de clase y racial) de los feminismos latinoamericanos condicionó las interpretaciones sobre las opresiones de las mujeres y de otros sujetos no normativos, y directamente afectó las formas de lucha y de articulación de esas opresiones. Esta institucionalización que comenzó en los ’90 en el tercer sector de la sociedad civil organizada –las ONGs– se intensificó en la región durante los años 2000 con los gobiernos auto-denominados «socialistas del siglo xxi» que comenzaron a implementar sus propias políticas de igualdad, muchas con un fondo colonial y en los términos previos de los feminismos universales (Ruiz Trejo y Betemps 2014: 169-79).
Hago un paréntesis aquí para comentar el caso de Brasil con la ley Maria da Penha contra la violencia hacia la mujer. En el caso de esta Ley, y como varias feministas negras brasileñas vienen denunciando a partir del Atlas de la Violencia del Brasil, que es donde se constata oficialmente que el número de asesinatos, la categoría de género por sí sola no ha sido suficiente. Según el Atlas el índice de asesinatos de mujeres blancas «tuvo una reducción del 7,4% entre 2005 y 2015 (…) mientras que «la mortalidad de mujeres negras observó un aumento del 22%». Para concluir que «el 65,3% de las mujeres asesinadas en Brasil en el último año eran negras» (Ipea e IFSB 2017).
Es necesario decir que a pesar de la predominancia de este feminismo más hegemónico, en el que la transferencia de conocimientos de los nortes hacia los sures, es todavía presente, otras reflexiones y alineaciones divergentes que siempre existieron, se han intensificado en los últimos años en la región. Este movimiento se ha transformado en una producción creciente de conocimiento teórico local así como de contra-narrativas, en forma de acciones, performances y otras expresiones artísticas y políticas. Varixs artivistas han trabajado otras formas de corporalidad donde sexo y género son categorías imbricadas con clase, ‘raza’, religión, capacidades, etc. Y aquí los feminismos negros brasileños, los feminismos indígenas y comunitarios en Bolivia y Guatemala, los feminismos urbanos en México, Brasil y Argentina, etc. son algunos ejemplos de movimientos que comenzaron a confrontar la agenda feminista ‘blanca’ y a debatir cómo se establecen los marcos de discusión y qué formas de acción están legitimadas.
Estrategias y diálogos
Muchas son las estrategias y líneas de pensamiento propuestas por las teorías feministas[7]producidas en América Latina. Con Lima Costa, creo que estas teorías emergen como «un doble movimiento por la descolonización del conocimiento y por la construcción de una serie de nuevas ‘políticas de conocimiento oposicional’»(2013: 83). Sin embargo, las ‘teorías que viajan’ y sus traducciones en los estudios de- y post-coloniales y en las teorías feministas, muchas veces dejan las voces subalternas o periféricas invisibles. En la academia latinoamericana existe una limitada oferta de conocimiento de formas de hacer y pensar hecho por personas racializadas, por ejemplo. Hay por tanto una necesidad estratégica de construir epistemologías desde otros lugares de enunciación que incluya la intervención política feminista en la tarea de una «traducción translocal» (Lima Costa 2012: 49). Y la necesidad vital de teorización propia de unas narrativas localizadas que descentralicen los marcos de referencia actuales, y respondan a un lugar de enunciación vinculado a la vulnerabilidad. Un feminismo que se deba a las personas más vulnerables (como propuso el activista trans estadounidense Dean Spade, s.d.) y que sea capaz de luchar por una mejora y al mismo tiempo sea capaz de representar sus existencias, y no solo las de las personas con el privilegio del habla (y quien dice habla, dice escrita, dice publicación, dice beca o empleo, dice acceso a espacios como éste).
Otra estrategia de parte del proyecto de los feminismos descoloniales sería la de descentralizar el centro, o sea, provincializar Occidente tal como proponía el teórico post-colonial indio Chakrabarty (2008). Trazar algunas posibilidades de acción política y hacer epistemológico que provincialice los centros y centralice las periferias, al menos como un recurso temporal de resistencia descolonial. Poner en el centro voces y experiencias[8], que no sean meras fuentes sino constitutivos sujetos de- y anti-coloniales. Este movimiento también entendido como un ‘cosmopolitanismo subalterno’ dado las marginalizadas posiciones de los sujetos, pero principalmente por sus formas ‘no tradicionales de experiencia cosmopolita’ (Khader 2003: 80).
Al mismo tiempo otra cuestión surge de estos movimientos: ¿Qué cambiaría si estas producciones de conocimiento fueran recibidas en el Norte Global? ¿Sería esto una solución, un objetivo deseable o, al menos, podría ser útil para reducir el universalismo predominante a nivel teórico? ¿O serían estos textos inmediatamente absorbidos y asimilados por la industria del conocimiento –como ya está ocurriendo con la Opción Descolonial en Europa y anteriormente con la Interseccionalidad– y sus sujetos de habla quedaría relegados una vez más?