«No puedo respirar» – Enfoques interseccionales de la resistencia Negra-Palestina
«Hay un tipo de liberación que sólo puede llegar siendo parte de la liberación de otrxs».
Susan Abulhawa
Introducción
«No podemos respirar hasta que nos liberemos de la opresión y el racismo. #BlackLivesMatter», son las palabras finales de la declaración de solidaridad del Comité Nacional Palestino del movimiento BDS (Boycott, Divestment, Sanctions (Boicot, Desinversión y Sanciones)) con lxs afroamericanxs, emitida tras el asesinato de George Floyd en 2020. El asesinato del ciudadano Floyd, que murió como consecuencia de la violencia policial en mayo de 2020 en Minneapolis, desencadenó protestas generalizadas contra la brutalidad policial en Estados Unidos e internacionalmente. Al igual que otrxs afroamericanxs antes que él, entre ellxs Eric Garner, asesinado por la policía en Nueva York en 2014, las últimas palabras de Floyd fueron «no puedo respirar» mientras lo asfixiaban. La frase tuvo un significado epistemológico para los levantamientos que se produjeron dentro y fuera de Estados Unidos tras la muerte de Floyd y tuvieron eco en las proclamas de solidaridad palestinas. En Jerusalén, Ramallah y Gaza, entre otros lugares, lxs palestinxs salieron a las calles para proclamar su apoyo a lxs afroamericanxs víctimas de la violencia estatal racista. Activistas palestinxs, grupos de la sociedad civil y presxs políticxs redactaron declaraciones escritas en solidaridad con Floyd, cuyo rostro ha sido dibujado junto a una bandera palestina en el muro del apartheid de Cisjordania.
El mural de George Floyd, realizado por el artista palestino Taqi Spateen. Fotografía de Yumna Patel / Mondoweiss
El reciente intercambio entre activistas palestinos y el movimiento #BlackLivesMatter no es una coincidencia. Sigue a una rica historia de solidaridad y cooperación negra-palestina que ha estado presente al menos desde la década de 1950. Mientras que la opresión histórica y contemporánea de lxs palestinxs y de lxs afroamericanxs ha tenido lugar en contextos de colonización, apartheid y genocidio, los sistemas que produjeron la estructura racista subyacente de estos modos de opresión han intentado justificar la violencia, deshumanizando a las víctimas y presentando su opresión como un caso necesario y singular de liberalismo, democracia y progreso.
El objetivo de este texto es sugerir la contextualización de los esfuerzos contemporáneos conjuntos de liberación y resistencia negra-palestina a través de un enfoque interseccional. Se trata de yuxtaponer las narrativas sionistas dominantes de un conflicto supuestamente complicado y complejo con un enfoque transnacional de la lucha palestina y explorar las formas en que un enfoque interseccional de Palestina puede ayudar a conectar la lucha palestina, sin negar su singularidad, con la liberación negra estadounidense y otras luchas revolucionarias en todo el mundo. Al explorar las pedagogías de la resistencia a nivel subalterno intentaré destacar la construcción de alianzas y la solidaridad transnacional en contra de los regímenes colonizadores de Estados Unidos e Israel.
Hacia la solidaridad
En su declaración, el Comité Nacional Palestino del movimiento BDS proclama que «se solidariza decididamente con nuestrxs hermanos y hermanas negrxs de todo Estados Unidos que piden justicia». Define el levantamiento como uno «contra todo un sistema de explotación y opresión racista exacerbado y desnudado por la pandemia de Covid-19 y su desproporcionado número de víctimas entre lxs afroamericanxs» y lo sitúa como «orgánicamente conectado a los crímenes perpetrados por el imperialismo estadounidense contra los pueblos racializados en todo el mundo y enraizado en la fundación violenta, racista y colonial de EEUU”. Esta articulación palestina de la solidaridad incluye una elaboración detallada de la genealogía de los modos contemporáneos de opresión en y más allá de Estados Unidos y Palestina. Al destacar el carácter tanto estructural como transnacional del imperialismo estadounidense, el texto muestra que la solidaridad palestina con lxs afroamericanxs no es una mera coincidencia. Más bien, la opresión que sufren ambos grupos está interrelacionada. El texto continúa: «Como pueblo indígena de Palestina, tenemos experiencia de primera mano con el colonialismo, el apartheid y la violencia racista que ejerce el régimen de opresión de Israel -con la financiación militar y el apoyo incondicional del gobierno de Estados Unidos- para desposeernos, limpiarnos étnicamente y reducirnos a seres humanos inferiores». La identificación de la declaración de los vínculos sistémicos entre la opresión de lxs palestinxs y lxs afroamericanxs informa el llamado a la acción del texto que incluye las luchas contra la ocupación, el colonialismo, y el apartheid en Palestina, y la desinversión del militarismo y la policía en Minneapolis como inherentemente interrelacionadas.
Esta declaración del movimiento BDS fue sólo uno de los numerosos escritos emitidos por activistas palestinxs como intervenciones decoloniales frente al asesinato de George Floyd. Estas protestas recientes han sido informadas a través de la continua y férrea solidaridad que une históricamente a las comunidades negras y palestinas y que incluyen enfoques interseccionales y transnacionales.
La Nakba palestina: Violencia contemporánea y transnacional
Para comprender las dimensiones globales de la lucha palestina, es necesario esbozar el carácter estructural y contemporáneo de la Nakba palestina. La Nakba de 1948 es un punto de referencia común para el comienzo de la situación contemporánea de lxs palestinxs. Significando en árabe «catástrofe» o «desastre», la Nakba simboliza «la pérdida de la patria, la desintegración de la sociedad, la frustración de las aspiraciones nacionales y el comienzo de un proceso precipitado de destrucción de su cultura» (Sa’di, 2002: 175). Cuando en mayo de 1948 el movimiento colonial sionista proclamó el Estado de Israel en Palestina, la gran mayoría de lxs palestinxs autóctonxs fueron expulsadxs de su tierra ancestral. La Nakba es también un legado continuo de desposesión. Aunque lxs palestinxs «nunca han recibido el más mínimo reconocimiento oficial de la injusticia masiva que se cometió contra ellxs» (Said, 2002: 249), ya que la Nakba sigue siendo, en el mejor de los casos, marginada en la historiografía occidental, y negada o incluso racionalizada en el peor de ellos, el propio sufrimiento de la Nakba se reproduce en su contemporánea continuidad.
Sin embargo, dentro del contexto colonial, la Nakba no fue un acontecimiento singular ni el comienzo de la tragedia palestina. El movimiento colonial sionista inició sus actividades a finales del siglo XIX y los esfuerzos coloniales de Israel continúan en la actualidad. Rosemary Sayigh sugiere que «el sufrimiento causado por la Nakba tiene que entenderse en términos de un estado continuo de falta de derecho, con todas las variedades de abuso y violencia a las que la falta de derecho expone a las personas» (Sayigh, 2013: 56). En consecuencia, la Nakba es una estructura viva que se extiende hacia el futuro.
La situación actual en Palestina se caracteriza por una política colonial expansiva que va acompañada de violaciones israelíes de los derechos humanos y del derecho internacional. Desde 1967, Israel tiene el control total de toda Palestina, mientras excluye del acceso a los derechos a la población palestina fragmentada geográficamente en los territorios ocupados. El acercamiento de colonxs sionistas hacia lxs palestinxs se ha visto significativamente marcado por el miedo. Aunque Israel consiguió limpiar étnicamente gran parte del territorio en 1948, lxs palestinxs siguen sobreviviendo en su tierra y resistiendo a la violencia continua a la que les somete Israel. La mera supervivencia de lxs palestinxs es un desencadenante constante de miedo para el proyecto colonial israelí. Como amenaza demográfica o bomba de relojería étnica, lxs palestinxs han sido criminalizadxs por el mero hecho de existir y de interponerse en el camino del colonizador.
Mientras que lxs palestinxs se enfrentan a una multitud de violencias estructurales y físicas, la recurrente culminación de las agresiones israelíes con resultado de muerte de palestinxs ha puesto de manifiesto en repetidas ocasiones la posición deshumanizada de lxs palestinxs en la esfera política y pública occidental. Su existencia se entiende como un ataque en sí mismo, y la visibilidad de esa existencia sigue persiguiendo el proyecto colonial sionista, ya que Israel sigue intentando hacer desaparecer a lxs palestinxs discursiva y físicamente. Aunque hay componentes genocidas obvios tanto en las políticas actuales de Israel como en la ideología sionista como tal, el mundo académico ha fallado al abordar la cuestión del genocidio en Palestina/Israel (Rashed, 2014: 8).
Dado que el cumplimiento del sionismo y la supervivencia de la estructura racista de Israel requieren la contención y la eliminación de la población indígena, lxs palestinxs están experimentando una confluencia de la inscripción de lxs colonxs y la eliminación de lxs indígenas. Esta dinámica es evidente en los siempre cambiantes métodos y realizaciones de la violencia que se manifiestan en múltiples -cidios, es decir, la destrucción y/o el robo intencional de todo lo palestino, incluyendo la geografía, el paisaje, la historia, la cultura, la cocina, la flora y lxs palestinos como pueblo. Así, las políticas de Israel, que son alentadas -o al menos aceptadas- por la mayoría de la comunidad internacional, pueden nombrase palestinicidio(s). (Jegić, 2019)
Como enclave de avance colonial occidental en Levante, la supervivencia del proyecto colonial israelí depende en gran medida del apoyo europeo y estadounidense, y de su funcionamiento como representante de Estados Unidos. Especialmente desde que Israel se situó como actor clave en la llamada «guerra contra el terrorismo» tras el 11-S, las fronteras intencionadamente indefinidas de Israel y los asentamientos extraterritoriales se han convertido en fronteras de la llamada civilización occidental. En los discursos coloniales israelíes dominantes, lxs palestinxs se construyen a menudo como el epítome del mal, y a través del valor, sobre todo simbólico, de Israel en la creación de la identidad estadounidense, como una gran amenaza para la civilización estadounidense.
Tales mitos han servido al gobierno estadounidense como justificación para aumentar el apoyo a Israel como aliado a través del cual Estados Unidos ha perseguido sus intereses económicos, geopolíticos y religiosos en Oriente Medio. Mientras que el intercambio capitalista y militar entre Israel y Estados Unidos está bien documentado, la agresividad de Washington hacia lxs palestinxs está impulsada simultáneamente por radicales evangélicos, cuyas visiones del «fin de los tiempos» se sitúan en las geografías de la Palestina histórica. De hecho, como aclaró el reciente traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén y otras políticas radicales de la administración Trump, Washington ha abandonado el derecho internacional y ha estandarizado las interpretaciones extremistas de la Biblia como directrices de su política exterior.
El florecimiento del excepcionalismo israelí requiere la comercialización del «conflicto» en Palestina como una cuestión civilizacional, diplomática o religiosa, y un evento singular que no tiene relación alguna con otros «conflictos». En la narrativa sionista, lxs palestinxs deben ser oprimidxs para que Israel sobreviva en sus actuales estructuras racistas. La muerte de lxs palestinxs se racionaliza como una destrucción del mal y no es comparable con nada en el planeta.
Si bien la violencia genocida producida por el movimiento colonial busca borrar la historia y la presencia palestina en Palestina, Israel también es un actor clave en el complejo industrial militar mundial, un modelo para la extrema derecha mundial y un fabricante y proveedor de tecnologías de vigilancia. Como consecuencia, lxs palestinxs no son las únicas víctimas de la violencia del estado israelí. La violencia que emana de la política oficial del sionismo de Israel se extiende más allá del brutal programa colonial de asentamiento de inscripción y borrado. Israel se ha establecido como una autoridad dentro de una red transnacional de dinámicas opresivas, ya que ha demostrado técnicas exitosas de limpieza étnica y políticas de división y control de la población dentro de Palestina, agresión militar dentro de la región del Levante, y ha facilitado políticas opresivas y violaciones de los derechos humanos, entre otras cosas. Incluso mientras sufrían en los campos de refugiados en el Líbano, lxs palestinxs fueron víctimas de la violencia israelí. Aunque no fue un incidente aislado, el genocidio de Sabra y Chatila ha sido un indicativo de los enfoques de Israel en la región: apoyo militar a facciones individuales con el fin de avivar el conflicto y desestabilizar la región. Desde Beirut hasta Damasco, los aviones de combate israelíes siguen formando parte del paisaje levantino natural, mientras que el establecimiento político de Israel extiende las amenazas de destrucción y muerte. Estas incursiones en Líbano y Siria permanecen ausentes de los medios occidentales y de las narrativas políticas.
Israel tiene una historia vibrante de colaboración con regímenes opresivos y racistas de todo el mundo. En algunos casos, ha prestado abiertamente su apoyo a las políticas racistas, como ha sido evidente, por ejemplo, en su estrecha cooperación durante décadas con el régimen del apartheid en Sudáfrica. Debido a su conversión de Palestina, y en particular de Gaza, en un campo de pruebas de armas, Israel se ha establecido como un fabricante mundial de políticas y tecnologías racistas.
Explotación transnacional israelí de personas racializadas
«Israel pertenece al hombre blanco», dijo el ex ministro del interior israelí Eli Yishai, quien prometió que usaría «todas las herramientas para expulsar a los extranjeros, hasta que no quede ni un infiltrado», refiriéndose a lxs refugiadxs africanxs (Weller-Polack, 2012). Hasta que Israel logre deportar a lxs refugiadxs eritrexs y sudanesxs, debería “encerrarlos para hacerles la vida miserable”, exigió Yishai (Human Rights Watch, 2014). El sionismo se ha relacionado generalmente con la supremacía blanca, e Israel ha desarrollado con éxito un modelo de jerarquías raciales/racistas, que es obvio no solo en su trato a lxs palestinxs, sino también en su «guerra contra lxs africanos» (Sheen, 2017).
Han habido políticas constantes para controlar, contener y deportar a lxs refugiadxs y solicitantes de asilo africanxs. La incitación anti-negra ha sido común, particularmente en los partidos políticos de derecha. Lxs solicitantes de asilo africanxs, que están legalmente delinaedxs como «infiltrados» (Human Rights Watch, 2018), han sido presentadxs como una amenaza demográfica y un «cáncer» por parte de la ministra gubernamental Miri Regev («MK israelí: No quise avergonzar al Holocausto llamando a lxs migrantes africanxs un ‘cáncer’”). Miles de personas negras están presas en el notorio Centro de Detención Holot en el Negev. Las protestas de personas negras contra el racismo institucional de Israel captan muy raramente una atención internacional significativa. A medida que Israel intensificó su persecución de africanxs en 2018, Netanyahu se enorgulleció de haber «eliminado» a 20.000 «infiltrados ilegales» y pidió la eliminación completa de la población africana restante («Netanyahu sobre los migrantes africanos: ‘La misión es eliminar el resto’”). Netanyahu construyó una valla para proteger a Israel de «una avalancha de migrantes ilegales de África» («Netanyahu dice que la ‘inundación’ de migrantes africanos es peor que los terroristas del Sinaí». Debido a su compromiso ideológico y material con la división racial, Israel se ha establecido como un modelo para la extrema derecha global.
Palestina e interseccionalidad
Esta extensión multidimensional de la violencia sionista a menudo está ausente de los discursos dominantes sobre Israel/Palestina. Las narrativas hegemónicas sobre el llamado “conflicto israelí-palestino” generalmente proyectan una supuesta batalla, a menudo religiosa, entre dos partes dentro de las fronteras de Palestina/Israel. Las atrocidades israelíes son regularmente racionalizadas como autodefensa inevitable por sus partidarios occidentales. Tales puntos de vista están arraigados en el liberalismo occidental, ya que la supuesta progresividad y compromiso con los derechos humanos pueden incluir el apoyo al sionismo.
La lucha palestina por los derechos humanos y la liberación es parte de una lucha global contra las estructuras racistas. Las protestas contemporáneas inclusivas, como el movimiento Black Lives Matter, o la acción de Boicot, Desinversión, Sanciones (BDS) contra Israel, han empleado a menudo enfoques transnacionales e interseccionales, enfatizando la pluralidad de casos de opresión que un individuo puede experimentar.
Como marco analítico, la interseccionalidad sugiere que los casos de marginación de individuos y grupos basados en la focalización de factores como su raza, etnia, nacionalidad, género, sexualidad o religión, están interrelacionados. Si bien cada lucha es única, el reconocimiento de las relaciones estructurales y/o simbólicas entre las experiencias individuales de opresión a menudo ha resultado en formulaciones de solidaridad. La interseccionalidad como práctica ha sido resumida como “una respuesta estructural, intelectual y política a la dinámica de la violencia, la supremacía blanca, el patriarcado, el poder estatal, los mercados capitalistas y las políticas imperiales”, por Cornel West (2016, viii).
El término “interseccionalidad” fue introducido por Kimberlé Crenshaw a finales de la década de 1980, cuando estudió la conexión de las discriminaciónes basadas en la raza y el género, e investigó cómo las mujeres racializadas son marginadas como mujeres y como personas racializadas (Crenshaw, 1991: 1244). Por lo tanto, estas mujeres experimentan el racismo y el sexismo simultáneamente de maneras que no pueden captarse mediante un análisis basado solamente en un factor.
La formulación de Crenshaw de la interseccionalidad fue una intervención necesaria en los discursos feministas y antirracistas que en gran medida no habían incluido la experiencia de mujeres no blancas, no heteronormativas, no cristianas y no occidentales. bell hooks definió los «sistemas políticos entrelazados que son la base de la política de nuestra nación» como «patriarcado capitalista supremacista blanco», al cual el feminismo blanco, que veía a las mujeres como universalizadas, ha contribuido significativamente (hooks, 2010). Crenshaw señaló que “[e]l fracaso del feminismo por no cuestionar la raza significa que las estrategias de resistencia del feminismo a menudo replicarán y reforzarán la subordinación de las personas racializadas, y el fracaso del antirracismo por no cuestionar al patriarcado significa que el antirracismo frecuentemente reproducirá la subordinación de mujeres ”(Crenshaw, 1991:1252). Al mismo tiempo, esto implicaría una elección selectiva del factor al que se apunta la focalización, lo que nuevamente implica una diferenciación de factores en varios grados de importancia y, en consecuencia, crea jerarquías. Sin embargo, como insistió Audre Lorde, “no existe una jerarquía de opresión” (Lorde, 2019: 219). Lorde formuló la liberación como una solución necesariamente colaborativa y conceptualizó la comunidad como siempre -ya definida a través de la existencia de la diferencia (Ibid: 95). Por lo tanto, el feminismo negro fue radical en el sentido de que necesariamente vinculó el activismo y la academia, ya que no se podía aplicar un análisis interseccional sin criticar la supremacía blanca o pedir su fin en todas partes.
La interseccionalidad no es solo un proyecto académico, ya que “la praxis ha sido un sitio clave de crítica e intervención interseccional” desde sus primeras articulaciones, como lo demostraron Sumi Cho, Kimberlé Crenshaw y Leslie McCall. Su definición de praxis abarca «una amplia gama de fenómenos», incluidos los movimientos centrados en la sociedad y el trabajo, la defensa legal y política que busca la igualdad racial y de género y los «movimientos dirigidos al estado para abolir las prisiones, las restricciones migratorias, y las intervenciones militares que son nominalmente neutrales con respecto a la raza/etnia, género, clase, sexualidad y nación, pero son de hecho desproporcionadamente dañinos para las comunidades racializadas, para las mujeres y personas sexo-género disidentes en esas comunidades” (Sumi, Crenshaw, McCall, 2013: 786). En consecuencia, la teoría está necesariamente informada por la práctica y debería informar las prácticas de organización.
Resistencia Negra-Palestina
Muchxs activistas afroamericanxs han incluido durante mucho tiempo la lucha palestina en sus demandas de liberación y libertad transnacionales. Un enfoque interseccional de los encuentros e intercambios entre activistas negrxs y palestinxs ayuda a entender el potencial decolonial, y a revelar el estrecho entrelazamiento de la hegemonía estadounidense-israelí en Palestina, Estados Unidos y más allá. Desde al menos la segunda mitad del siglo XX, varixs activistas afroamericanxs han ubicado a Palestina y América negra como localidades del tercer mundo que luchan por la liberación del imperialismo y el colonialismo. Los movimientos y activistas, incluidxs lxs activistas del poder negro, el Comité Coordinador No Violento de Estudiantes (SNCC) y el Partido Pantera Negra, se pronunciaron abiertamente sobre la causa palestina. El PPN tuvo un intercambio dinámico con la Organización para la Libertad Palestina (OLP) y fue instructivo en la difusión de narrativas palestinas a las audiencias afroamericanas. Su activismo analítico destacó los potenciales de la agencia negra-palestina dentro y más allá de los marcos de cooperación del Sur Global, la conectividad afroárabe y la no alineación del Tercer Mundo.
La resistencia negra-palestina recuperó impulso en la era contemporánea principalmente desde el verano de 2014, cuando lxs palestinxs en Gaza y lxs afroamericanxs y otrxs en Ferguson se convirtieron simultáneamente en víctimas de grandes oleadas de violencia estatal, ya que la guerra de Israel contra la población de Gaza coincidió con un aumento de la violencia policial estadounidense contra las personas negras. El momento Gaza-Ferguson no solo ha llevado a una mayor visibilidad de la solidaridad negra-palestina en los Estados Unidos en el siglo XXI. Lxs activistas han destacado los vínculos militares y capitalistas entre la subyugación de negrxs y palestinxs, y la confluencia de las llamadas guerras contra el terrorismo y la guerra contra las drogas que implica una militarización de la policía estadounidense respaldada por Israel, y un intercambio transnacional de prácticas racistas entre los dos regímenes. Se difundieron cartas abiertas y se llevaron a cabo manifestaciones en las calles, mientras que las redes sociales jugaron un papel crucial en la difusión de material audiovisual y mensajes de apoyo entre localidades situadas en Palestina y lugares de Estados Unidos.
Los movimientos contemporáneos afroamericanos de derechos humanos como #BlackLivesMatter y Dream Defenders han incluido desde su aparición la liberación de Palestina como una visión en sus agendas. Por ejemplo, el manifiesto de 2016 «Vision for Black Lives», publicado por varios grupos de derechos negros, acusó a Estados Unidos de ser cómplice del «genocidio» de Israel contra lxs palestinxs (The Movement for Black Lives 2016). El manifiesto llama a una lucha conjunta transnacional.
El excepcionalismo israelí, sin embargo, ha dependido de la percepción del llamado “conflicto Palestino-Israelí” como un problema complejo y singular. La continua opresión israelí de lxs palestinos es justificada mediante el continuo reciclaje de viejos archivos orientalistas del binarismo civilizacional, en los que lxs palestinxs son presentadxs como terroristas no-humanos. El enfoque interseccional en una multiplicidad de luchas contrasta radicalmente con las propagaciones Sionistas de un excepcionalismo israelí que singulariza a Israel y concibe el apartheid del colonialismo Sionista y las políticas genocidas como una lucha por la libertad, que por definición no puede estar relacionada con otras realizaciones de estos fenómenos.
La Intifada palestina puede ser vista como una intervención revolucionaria en los conceptos hegemónicos. Un acercamiento transnacional e interseccional a la intifada ofrece nuevas posibilidades de conectar con luchas de liberación en varias geografías. La Primera Intifada empezó en 1987, cuando lxs palestinxs protestaron en contra de los efectos que la ocupación militar israelí había tenido en sus vidas. Enfrentadxs a la ausencia de derechos humanos, la expansión de políticas coloniales, el robo de tierras, la demolición de casas, detenciones y apartheid, lxs palestinxs aún debían pagar impuestos y pedir permiso a Israel para acciones cotidianas. Así, la Intifada fue una reacción, o, “una respuesta popular a estas drásticas presiones. Fue un extendido levantamiento popular que consistió en movilizaciones de base de todos los sectores de la sociedad palestina, incluyendo mujeres, jóvenes y ancianxs, quienes participaron en manifestaciones públicas y desobediencia civil no violenta” (Allen, 2008: 454). La Intifada sirvió como una reafirmación de la existencia palestina, y provocó la unidad nacional, por ejemplo, a través de la promoción de productos nacionales y el fortalecimiento de la economía local. Así, “simplemente sobrevivir y quedarse en la tierra también devino un valor nacional (ibid). La Intifada ayudó a generar conciencia sobre la difícil situación palestina en todo el mundo debido a la cobertura mediática, y dado que Israel no pudo disimular su ocupación ni comercializarla como benevolente.
Después de la Primera Intifada, la Organización para la Libertad Palestina recibió mayor reconocimiento en el escenario político global, y entró en negociaciones y acuerdos con el poder colonizador. Mediado por Estados Unidos, los Acuerdos de Oslo llevaron al establecimiento de la Autoridad Palestina (Palestinian Authority: PA). Mientras que a lxs palestinxs se les dio inicialmente la esperanza de un llamado proceso de paz, durante los años 1990, Israel intensificó su dominio colonial y aceleró la construcción de asentamientos, de manera que la PA fue vista cada vez más como un instrumento colonial útil. Como respuesta a la falta de esperanza y frustración, la Segunda Intifada comenzó en Septiembre de 2000, y fue violentamente aplastada por Israel, que aprovechó la “guerra contra el terror” impulsada por Estados Unidos post 11-S, como una oportunidad para enmarcar toda resistencia palestina como terrorismo.
La resistencia, como forma de reafirmación de la existencia, un intento de supervivencia y recuperación de tierras indígenas, ha sido naturalmente opuesto por el colonizador. La población indígena en resistencia ha sido descrita como enojada, irracional y peligrosa. En el caso de la lucha en Palestina, Israel ha logrado retratar a lxs palestinxs como un colectivo impredecible, terroristas antisemitas cuyo odio por Israel está basado en un racismo inherente. La lucha por la Liberación Palestina ha sido presentada como un culto a la muerte, mientras que la brutal producción colonial de muerte ha sido racioanalizada e incluso glorificada como una democracia europea liberal, cuya supervivencia está supuestamente amenazada por la existencia palestina. Debido a la relevancia simbólica de Israel en temas políticos, militares, económicos y religiosos euro-americanos, la resistencia palestina – imaginada como el fin inminente de Israel- se ha convertido de muchas maneras en la mayor amenaza de la supervivencia del liberalismo euro-americano como tal. El derecho palestino de resisir, incluyendo la resistencia armada, se ha concedido en varias resoluciones de las Naciones Unidas. Pero tal como el derecho palestino al retorno, éste ha sido rechazado por Israel e ignorado por sus aliadxs.
El concepto de intifada ha tomado múltiples dimensiones que pueden ser definidas desde la preposición latina trans, que significa “a través” o “más allá”. La noción trans puede ser comprendida principalmente pero no solamente como “transnacional”. Desde un enfoque interseccional, intifada es un concepto de resistencia, puede ser visto como la trascendencia de categorías, fronteras, conocimiento, sociedad, geografía e historiografía hegemónicamente impuesta. La noción trans puede servir para describir formas en las que grupos subalternos trascienden su posición subalterna. Vínculos transnacionales de sufrimiento basados en analogías del colonialismo, imperialismo y genealogías de estructuras racistas pueden llevar a una intifada transnacional, visto desde una lente interseccional.
La descolonización de Palestina ha sido, al menos simbólicamente, central a la cooperación Sur-Sur, a las articulaciones del Tercer Mundo y a las ambiciones del nacionalismo Negro de liberación. Activistas y artistas afroamericanxs se han comprometido muchas veces con la lucha en Palestina desde sus propias posiciones marginalizadas, tensionando la conexión de diferentes formas de opresión. La demanda literaria de la poeta June Jordan por una intifada en suelo estadounidense fue un resultado de su viaje por el Líbano y el encuentro con víctimas palestinas y libanesas de la agresión israelí, que llevó a Jordania a identificarse con lxs palestinxs. En su trabajo compara cómo la devaluación de la vida palestina está conectada a experiencias de diversas poblaciones del Medio Oriente y América del Norte: “Claramente, un barril de petróleo vale más que la seguridad de 250.000 jóvenes afroamericanxs y mexicano-americanxs y latinxs y blancxs pobres ahora sofocadxs en el desierto árabe mientras esperan Dios-sabe-qué horrible e inoportuna muerte”(Jordan, 1998: 7). Tomando analogías Palestino-Negras como punto de partida para la deconstrucción de la política imperial y del capitalismo, Jordan eventualmente formula preocupaciones que abarcan toda la humanidad.
El reconocimiento de esta conectividad ha estado presente en varias declaraciones y cartas abiertas, como es el texto An Appeal by Black Americans Against United States Support for the Zionist Government of Israel (Un llamamiento de Negrxs Americanxs en contra del apoyo de Estados Unidos al gobierno sionista de Israel), que ha sido publicado en el New York Times el 1 de noviembre, 1970. Lxs firmantes indican que “la explotación experienciada por afroamericanxs, nativxs americanxs (indixs), puertoriqueñxs y chicanxs (mexicanxs-americanxs) es similar a la explotación de árabes palestinxs y judíxs orientales por el Estado sionista de Israel”. Este reclamo cuestiona la noción de coincidencias aisladas. El escrito identifica la “Revolución Palestina” como “la vanguardia de la Revolución Árabe” y como “parte de la revolución anti-colonial que se está llevando a cabo en lugares como Vietnam, Mozambique, Angola, Brasil, Laos, Sudáfrica y Zimbabwe.” El escrito pone un énfasis simbólico en la resistencia palestina, y conecta las aspiraciones decoloniales palestinas a las luchas afroamericanas: “Llamamos a la solidaridad afroamericana con la lucha popular palestina por la liberación nacional y por la recuperación de su tierra robada.”
Miedos sionistas a la interseccionalidad
El potencial de la liberación a través del reflejo de lxs otrxs ha provocado reacciones nerviosas entre activistas sionistas, particularmente desde el surgimiento del movimiento #BlackLivesMatter. Lxs sionistas han mostrado ansiedad en general ante la posibilidad de que no-palestinxs puedan identificar a lxs palestinxs como humanxs, sentir empatía con el sufrimiento palestino, o concebir el “conflicto” por lo que estructuralmente es: una brutalidad colonial. El reconocimiento de vínculos entre la opresión israelí sobre lxs palestinxs y otras comprensiones de racismo ha sido identificado como una amenaza estratégica por parte de Israel, cuyo gobierno ha dependido de la exclusión de lxs palestinxs de la humanidad y la propagación del binarismo civilizacional. No es sorprendente entonces que, en discursos sionistas en los medios de comunicación, la interseccionalidad ha sido recientemente demonizada como “hipocresía” (Shaw, 2018), o “la última estrategia de lxs que odian a Israel” (Dalh, 2016), o, según Alan Dershowitz (2017), “una palabra código de antisemitismo.” Un experto preguntó: “¿Despertarán eventualmente de la fantasía de la interseccionalidad aquellxs que odian a Israel? De su obsesión con la victimización, la idolatría de palestinxs y la demonización de lxs israelíes?” (Dahl, 2016). Bret Stephens se quejó en el New York Times sobre un presunto asalto progresivo a Israel.
Lxs sionistas descartan los análisis interseccionales, en cuanto insisten que la situación en Palestina-Israel es un momento histórico y geográficamente aislado que no tiene nada que ver con el resto del mundo y es supuestamente muy complejo para que la gente común lo entienda, o, como Stephens lo dice, “mucho más complicado que la imagen en blanco y negro dibujada por lxs críticxs progresistas israelíes.” Los mitos sionistas siguen la narrativa de que lxs palestinxs no merecen la empatía de nadie porque nadie es tan peligrosx como lxs palestinxs, e Israel, como la última y más vulnerable colonia Europea, tiene entonces derecho a “defenderse”.
Un análisis interseccional ayuda a identificar la marginación racista, socioeconómica, clasista y sexista de lxs judíxs negrxs, refugiadxs africanxs, palestinxs y otros grupos bajo dominio israelí, y potencialmente favorecer su cooperación. Pero este potencial decolonial es precisamente muy problemático para el sionismo y su ideología colonial que ha implementado jerarquías raciales. Como la reacción al asesinato de George Floyd, la autora palestina americana Susan Abulhawa escribió: “Juntxs llevaremos la revolución. Llevaremos nuestro amor y solidaridad por lxs oprimidxs en todas partes – nuestra solidaridad con todxs quienes estén dispuestxs a salir a la calle a demandar un mundo más justo, un mundo mejor, un mundo más equitativo. Al menos, este momento demuestra que el único poder real que tenemos como gente común está en las calles”.