Ariella Aïsha Azoulay                                                                         [english] –>      

«Reparaciones» es la respuesta directa a la violencia estructural. Que la necesidad de reparar ha perdido su obviedad, y el «caso de reparaciones» deba ser escrito una y otra vez, no se puede explicar sin preguntarnos por la complicidad de las instituciones académicas. Muchxs académicxs en diferentes disciplinas escriben acerca de crímenes imperiales como su objeto de estudio –esto es, como algo sellado en el pasado, que se puede separar de las reparaciones debidas. La aprobación académica de las categorías imperiales de conocimiento es un síntoma de cómo la academia se configura de manera amplia en términos espaciales, temporales y políticos primeramente establecidos por el imperialismo.

Muchxs académicxs hacen un trabajo reflexivo y crítico, no obstante, se espera que piensen sobre sus objetos de estudio dentro de cronologías imperiales que hacen que ideas como ‘historia de Estados Unidos’, «arte israelí», o el «fin» de la Segunda Guerra Mundial (o de la «guerra» en sí), sean sus puntos de referencia y las suposiciones incuestionables de sus investigaciones. Lxs investigadorxs son invitadxs a ofrecer interpretaciones alternativas y leídas a contrapelo, pero la estructura de producción de conocimiento les invita y posiciona como expertxs que gozan acceso a documentos archivados que determinan cómo la gente afectada por tales documentos son estudiadas, nombradas y colocadas como «esclavxs», «refugiadxs», o «indocumentaxs». Profesionalmente, lxs académicxs son reconocidxs dentro de sus disciplinas e instituciones, solo una vez que hayan probado un conocimiento profundo de los esquemas imperiales de conocimiento y al interiorizar su habitus.

Las reparaciones requieren de una cronología y agenda no imperial, una que insista que lo que se estudia no ocurrió «en el pasado», y que el derecho de la gente de ver sus mundos reparados, es justificada. Por qué, debemos preguntarnos, el conocimiento –incluso el conocimiento crítico- no se encuentra aún alineado a los reclamos por reparación, y en vez, esta alineado con las configuraciones imperiales del mundo.

En su lugar, ofrezco la práctica de la historia potencial. La historia potencial no es una defensa de las reparaciones como una posición diferenciada en el campo. Más bien, es un intento de convertir las reparaciones en una parte constitutiva del conocimiento, de transformar instituciones. No es simplemente otorgar dinero, devolver objetos de los museos, o cambiar el nombre de edificios, aunque estos son algunos de sus componentes. Las reparaciones, como argumento en mi reciente libro Potential History: Unlearning Imperialism (Verso 2019) no son conclusiones o metas de término. Son una práctica de la historia potencial.

Tomemos el archivo. En Unlearning Imperialism (Desaprender el imperialismo), muestro que el supuesto de que los archivos son un depósito de documentos del pasado, es una tecnología de violencia. Los archivos, de hecho, producen el pasado, y facilitan -junto con los museos-, la acumulación primitiva de la vida de las personas. No se trata de un lugar donde el pasado es almacenado sino de una institución que fabrica el pasado, como si el rechazo de la gente a ser colonizada, subyugada, apatrida, se acabó, y lo que se obtuvo a través de violencia es un hecho consumado. Los archivos obligan a la gente, cuyos mundos se han visto destruidos a través de categorías imperiales como “esclavx”, o “propiedad”, acuerpar esas categorías, reforzando un pasado aparente[1] y el robo de la vida de las personas.

El documento del archivo es el objeto imperial por excelencia. Dado que el apreciado conocimiento está, usualmente, basado en documentos – a pesar de que como académicxs somos adeptxs a ofrecer “nuevas” y radicales interpretaciones de documentos – aún estamos manejando esta tecnología de archivo imperial de la violencia. El imaginario del archivo es construido alrededor de papeles polvorientos y amarillos, sus trabajadorxs, como tediosas hormigas y devotxs bibliotecarios. Este imaginario pintoresco camufla los batallones de archivos imperiales, esos que en los últimos 500 años, robaron la vida, tierra, objetos y tiempos de gente, por medio de reclamar el derecho del expertx de archivar documentos en la búsqueda del conocimiento objetivo. 

[Fig. 1: el archivista]. La tecnología del documento y archivo es constitutiva tanto de los regímenes políticos como de la academia, y nuestra imaginación ha sido enseñada a aceptar que la libertad es algo que pueda darse a través de documentos: “Manumisión”, es decir, la proclamación de emancipación, la declaración de independencia. En otras palabras, en vez de preguntar dónde están las reparaciones para todos estos crímenes, académicxs-ciudadanxs están entrenadxs para aceptar que el fin de un crimen organizado como la esclavitud, se pueda materializar en un documento, más que en un mundo hecho más habitable, un mundo dónde las reparaciones fertilizan la recuperación de otro tipo de relaciones entre las personas. El estado de las reparaciones en la academia actual –sea como tópico de investigación o su completa ausencia- es una señal de hasta qué punto la academia está menos arraigada en el mundo que en las instituciones de archivos, museos y bibliotecas.

Desaprender el imperialismo es, de cierta manera, desaprender de esas instituciones  en, a través, y con las que se produce nuestro conocimiento. La pregunta no es cómo estudiar la violencia como otro objeto de investigación, sino cómo retirarnos, lo más que podamos, del funcionamiento de estas tecnologías imperiales de la producción de conocimiento. Debemos retirarnos de estas tres principales cosas: Primero, la búsqueda de lo nuevo – “de lo rupturista”- que es el incentivo de académicxs de ser recompensadxs, y que justifica el proyecto imperial destructivo de siempre buscar lo nuevo, insistiendo en el progreso y sellando con seguridad la violencia en el pasado. Segundo, el exceso de derechos imperiales que permiten a expertxs seguir fabricando los mundos de las personas con herramientas imperiales que desconocen el despojo original y producen nuevos documentos, como reformas, enmiendas y ”Derechos Humanos”. Tercero, la naturalización de documentos y prácticas de documentación (el archivo, el museo) que hacen cumplir la separación imperial entre las personas y los objetos con los que co-crearon sus mundos. 

Juntas, estas tres premisas mantienen lejos de nosotrxs el horizonte de reparaciones, incluso si somos académicxs críticos y anti-imperialistas. La academia funciona como una especie de impuesto imperial pagado a los precedentes disciplinarios, un impuesto que mantiene ordenado los eventos de manera cronológica, discreto en el tiempo y espacio, hábilmente pasado y el territorio privado de lxs eruditxs que escribieron de ellxs, un impuesto que asegure que siempre que la pregunta por la justicia pase a primer plano, siempre sea en relación a crímenes pasados, crímenes que estudiosxs deben aceptar y estudiar, no continuar rechazando.

[Fig. 2 Free Renty]. En marzo del año pasado, Tamara Lanier, descendiente de Renty Taylor, quien fue secuestrado de África y esclavizado en Virginia, presentó una demanda contra la Universidad de Harvard y del Museo Peabody de arqueología y etnología. Renty y su hija Delia, quien también fue forzada a la esclavitud, fueron “obligadxs a posar para los daguerrotipos[2] sin consentimiento, dignidad ni compensación” (pág. 3, demanda). Estas imágenes, promovidas por el científico residente de Harvard y taxónomo racial Louis Agassiz, que ahora se encuentran en el Museo Peabody de Harvard, se utilizaron para perpetuar, ilustrar y definir las condiciones de la esclavitud. 

La demanda de Lanier se puede leer como un reclamo de restitución, y, de hecho, incluida en la lista de solicitudes de alivio es una demanda por la “restitución inmediata del daguerrotipo” a la propia Lanier, como descendiente de Renty y Delia. Este bien documentado y cuidadosamente argumentado reclamo es en sí mismo un gran logro. La demanda, sin embargo, también es un caso ejemplar de la historia potencial, ya que rechaza la idea de que la violencia imperial, por el poder de la academia, puede definir el estatus de los objetos o la relación de los objetos con su gente. El problema para Lanier no es tener o no tener acceso a la imagen de su tatarabuelo –después de todo, la imagen fue publicada suficientes veces para que ella pueda escanearla, descargarla e imprimirla. No es tampoco, asumo, acerca de la propiedad de un daguerrotipo “original”, que sería, como he argumentado, una concepción imperial. En vez, el problema es sobre el derecho a nombrar y definir, el derecho a reparar y cuidar relaciones fuera de los términos establecidos por instituciones imperiales, el derecho a negar perpetradores y sus herederxs el derecho imperial de seguir siendo propietarios y lucrar con aquello que fue robado, el derecho de tener a los seres queridxs como familia en lugar de cómo documentos. Este no es un daguerrotipo querido, afirma Lanier; esta imagen es su familia. 

Lanier y sus abogadxs argumentan que la imagen fue arrebatada de Renty Taylor. Esto es un desafío crucial a la temporalidad imperial. Taylor nunca tuvo la oportunidad de sostener su imagen, ya que fue propiedad de Agassiz incluso antes que fuera producida, y luego se convirtió en propiedad de Harvard. Esto significa que lo que le fue arrebatado no fue el objeto –una superficie plateada como un espejo- sino la imagen que se materializó en esta. Al usar este término, la demanda de Lanier desafía la institucionalización de imágenes y documentos definidos por su separatividad ontológica de las personas contra las que estaban siendo producidas y utilizadas. La demanda de Lanier nos recuerda que las imágenes no son neutrales –tampoco lo es el daguerrotipo- y pone en relieve la continuación de la violencia de la esclavitud a través de su circulación, propiedad y exhibición. 

En lugar de ocupar la posición de lxs espectadorxs y esperar desde el exterior para ver cómo se desarrollará el caso en tribunales, académicxs y trabajadorxs de museos deberían avanzar y usar esta oportunidad para respaldar, prever, experimentar, ensayar y buscar indemnización. Imaginemos las implicaciones radicales que esto podría tener. Unx no tiene que esperar un veredicto judicial para habitar una temporalidad anti-imperial, – incautada por Harvard por 169 años – ofrecida por Lanier: todxs deberíamos respaldar el llamado a ‘”Libertad a Renty!”. 

Consideremos cómo la fotografía, específicamente, podría usarse en el trabajo reparativo de la historia potencial. Para empezar, la fotografía fue imperial desde el principio, como explico en mi libro. Fue moldeada e institucionalizada para facilitar la reproducción de derechos imperiales, ya adquiridos mediante otras tecnologías de extracción. Fuimos entrenadxs para no pensar en la fotografía en términos de extracción y acumulación, sino, más bien, en la forma en que estamos entrenadxs para pensar la democracia o la libertad, con su difusión considerada un bien incuestionable. La fotografía es una tecnología no por su maquinaria y equipamiento moderno, sino porque controla y regula los movimientos, gestos y acciones de las personas, mientras que les fuerza a actuar como sus operadores. La fotografía no podría existir sin la labor, presencia y consentimiento de personas, quienes hacen su materia prima orgánica. El consentimiento es limitado y se deja para fines especiales –y para ciertas personas-. En relación a las personas esclavizadxs, colonizadxs y desposeídxs, el consentimiento de ser fotografiadxs se asume superfluo, porque ¿no es cierto que la fotografía siempre ha perseguido el bienestar del progreso mismo? En otras palabras, para que la fotografía se torne omnipresente a escala global, la interferencia de las personas con su buen funcionamiento tuvo que ser minimizada o excluida. La negación de los derechos de las personas de participar activamente en el evento de la fotografía –mucho menos el consentimiento de ser fotografiadxs- es el resultado del principio de extractivismo sobre el que la fotografía ha sido institucionalizada. 

Unx se siente tentadx a decir que las personas fotografiadas en general, no solo las personas esclavizadas como Renty Taylor, raramente se les pide que consientan ser fotografiadas. Esto es cierto solo si unx se relaciona con la fotografía como el discreto momento en que una fotografía es tomada. Cuando nos apartamos de esos discretos eventos y miramos la fotografía como una tecnología imperial de extracción, globalmente operativa desde mediados del siglo XIX, la ilusión de universalidad, simbolizada en el “cualquiera”, colapsa, y la división racial del trabajo y acumulación de riqueza visual para la dominación y ganancia se vuelve innegablemente perceptible. Similar a otras tecnologías imperiales, la fotografía visibilizó las comunidades de las que se extraía la riqueza visual (por ejemplo, en las colonias), y les ofrecía muy poco a cambio. 

Para ilustrar esto, recordemos que las poblaciones que son fotografiadas como desposeídas son confirmadas como tal a través de la fotografía, mientras que otras son invitadas a contemplar su dolor con el disfrute del poder o de la simpatía. Incluso cuando no se les pidió su consentimiento con cada clic de la cámara, aquellxs que eran miembrxs reconocidxs de sociedades imperiales podían defender su derecho a moldear el mundo en el que se podían tomar las fotografías y el derecho a tomar fotografías de otrxs sin consentimiento. Renty y Delia Taylor fueron forzadxs a entrar al estudio del fotógrafx –el sitio por excelencia dónde el consentimiento al retrato de unx mismx era la cultivada excepción- para extraer sus retratos. Aquellxs que lxs forzaron, y aquellxs que heredaron los derechos de acceso a esta riqueza acumulada, podían luego estudiar sus fotografías como “ciencia”, o “etnología”, o “antropología”, o “historia” o “arte”, y expertamente archivarlas o exponerlas en paredes de museos. Además, disfrutaban del poder de expropiar los derechos de otrxs, expropiación que la fotografía no solo hizo visible sino que perpetuó. Las fotografías ayudaron a convertir a otrxs en propiedad. La capacidad de tomar fotografías era un derecho imperial.

Es esta división del trabajo y las condiciones para su reproducción que quiebra la demanda de Lanier. Lanier sostiene que “La esclavitud fue abolida hace 156 años, pero Renty y Delia permanecen esclavxs en Cambridge, Massachusetts. Sus imágenes, como antes sus cuerpos, permanecen sujetas al control y apropiación por parte de lxs poderosxs, y sus identidades familiares les son negadas”. 

Cuando lxs esclavizadxs, a quienes se les negó el derecho a dar su consentimiento en todos los demás ambitos de la vida, hablan, fotografía, que fue institucionalizada para marcar su exclusión, pierde su legitimidad. Negar el derecho de Renty y Delia a hablar, en persona o a través de sus descendientes, es, según la demanda de Lanier, una infracción de la decimotercera Enmienda que “prohíbe –y proporciona una causa de acción para reparar- los componentes e incidentes centrales de la esclavitud”.

En esta demanda, Tamara Lanier ocupa el lugar de su antepasado, Renty Taylor, cuya imagen fue apropiada en la primera década formativa de la fotografía; así atiende ella los orígenes de la fotografía y reclama una serie de derechos expropiados. La transferencia del daguerrotipo de Harvard a sus manos significa finalmente dejar libre a Renty Taylor. No solo recuperará el lugar que le corresponde con su familia, sino que las reparaciones comenzarán. Las reparaciones se materializan cuando a perpetradorxs y herederxs se les niegan sus derechos imperiales. La demanda de Lanier nos permite entender las reparaciones de una manera indefinidamente radical, una que va más allá del daguerrotipo siendo devuelto. Es la historia potencial: la restitución del derecho a participar de otra manera, el derecho a moldear lo que será la fotografía después de 1850, participación que le fue negada a Renty Taylor y a lxs afroamericanxs en general. 

La fotografía puede jugar un papel importante en la continua abolición de la esclavitud y en la práctica de las reparaciones. Para que esto pase, debemos inspirarnos en el reclamo de Lanier y activamente convocar por la inversión de las premisas en que la fotografía se estableció imperialmente. Debemos negar, denunciar, renunciar, repudiar, los derechos exclusivos de custodiar lo que podría no haberse convertido en propiedad sin la brutal exclusión de “otrxs” – documentos, arte, fotografías, conocimiento. Esta riqueza saqueada, acumulada en museos y archivos, debe abrirse a las comunidades despojadas por su acumulación, y bajo su guía y con su participación, la fotografía puede conformarse nuevamente. Esta es una pequeña forma en que la academia puede volver a juntarse con el mundo y participar de su reparación.

Ariella Aïsha Azoulay es escritora, comisaria de exposiciones, realizadora de cine e investigadora en fotografía y artes visuales. Es directora del grupo de investigación internacional Photo-Lexic y del Photo-Lab, en el Minerva Humanities Center de la Universidad de Tel Aviv. 
[1] Past-ness: La cualidad de algo ‘recordado’ en vez de experimentado
[2] Imagen/fotografía en una placa de cobre plateada