Internacionalismo decolonial, antirracismo y anticapitalismo
Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos
[foto: Hassan Kodak/PIR]
Habría mucho que decir (que apreciar y criticar) del internacionalismo tal como lo sintió durante el siglo pasado el movimiento obrero y sobre todo sus tendencias más radicales. Ideal generoso de emancipación humana, conoció momentos gloriosos de los que me resulta difícil hablar sin emocionarme. Los dos ejemplos que se me ocurren inmediatamente son el extraordinario movimiento de solidaridad suscitado por la revolución española y, como es evidente, puesto que me concierne directamente, el apoyo que muchos movimientos internacionalistas, comunistas o anarquistas dieron a las luchas anticoloniales.
Podría mencionar otros muchos ejemplos. Resulta que un amigo me envió hace poco un texto corto de Trotsky que data de mayo de 1938 y que me moría de ganas de compartir sin encontrar una ocasión para hacerlo. Esta conferencia me la ha proporcionado. Es este, magnífico: «Supongamos que en la colonia francesa de Argelia estalla mañana una rebelión bajo el estandarte de la independencia nacional y que el gobierno italiano, movido por sus propios intereses imperialistas, entrega armas a los insurgentes. ¿Cómo se deberían comportar en este caso los obreros italianos? He puesto deliberadamente el ejemplo de una revuelta contra un imperialismo democrático y de una injerencia a favor de rebeldes de un imperialismo fascista. ¿Deben impedir los obreros italianos el envío de un barco con armas a los argelinos? Supongamos que un izquierdista cualquiera responde afirmativamente a esta pregunta. Todo revolucionario, de común acuerdo con los obreros italianos y los rebeldes argelinos, rechazaría con indignación esta respuesta. Aunque en ese momento estalle en la Italia fascista una huelga general de marinos, en ese caso los huelguistas deben hacer una excepción a favor de los barcos que lleven ayuda a los esclavos coloniales, de lo contrario serían sindicalistas amarillos y no obreros revolucionarios»[1].
En estos tiempos de guerras imperialistas, de intervenciones o de amenazas de intervenciones imperialistas aquí y allá se podrían comentar por extenso estas frases, tanto desde el punto de vista de los militantes de izquierda que actúan en el marco de un Estado imperialista como desde el punto de vista de los militantes que actúan en un país en revolución a los que un Estado imperialista proporciona ayuda militar en función de sus propios cálculos. Pero este no es el tema de esta comunicación. En ella me limitaré a poner de relieve una de las ideas importantes de este párrafo: la prioridad absoluta que deberían dar los obreros al apoyo a la lucha anticolonial que se lleva a cabo en un país dominado, incluso cuando este apoyo se haga en detrimento de sus propias luchas y corran peligro de dividirse ellos mismos. Me detengo aquí para llegar a aquello de lo que quería hablar en esta intervención y que no deja de tener relación.
Actualmente en el centro de las metrópolis imperiales se plantea la cuestión colonial bajo una forma renovada. Ya se había planteado de esta manera en Estados Unidos a través de la cuestión negra. Marx, por su parte, había planteado a propósito de la esclavitud y de la Guerra de Secesión unas respuesta inspiradas en un enfoque internacionalista. En el siglo XX el Partido Comunista Estadounidense y las organizaciones trotskistas también habían abordado de frente esta problemática. Por desgracia, los afroestadounideses siguen sin salir del túnel. La dominación racial, este colonialismo interno, sigue siendo omnipresente en Estados Unidos. Cada vez más va acompañada de otra forma de conflictividad racial engendrada por el aflujo masivo de poblaciones inmigradas, sobre todo originarias de América Latina.
Esta es la nueva forma de colonialismo surgida en el curso de las últimas décadas y que interroga profundamente al internacionalismo tradicional: la emigración masiva de poblaciones del Sur a las metrópolis imperiales, su estabilización y su reproducción. Abordaré más particularmente esta cuestión a partir del caso de Francia donde la izquierda radical tiene una desafortunada tendencia a olvidar en sus reflexiones estratégicas la decisiva importancia de las poblaciones oprimidas surgidas de las antiguas colonias y de sus «territorios de Ultramar».
La izquierda radical no subestima totalmente la estrecha relación que asocia la opresión sufrida por las poblaciones surgidas de la inmigración y la dominación imperialista neocolonial. No obstante, solo recuerda una de sus facetas y oculta lo que, sin embargo, explicaba el sociólogo Abdelmalek Sayyed, es decir, que el inmigrado nunca es solo un inmigrado. Sigue siendo un emigrado, indisociablemente emigrado-inmigrado. Cuando además es originario de un país colonizado o dependiente y se instala en un Estado imperialista, como Francia, un Estado productor de jerarquías raciales en su propio seno, el emigrado-inmigrado se desplaza de hecho en un mismo continuum de relaciones de poder marcadas por la colonialidad. Aunque se integre en la trama del poder capitalista, en su estatuto social, político, cultural y simbólico, sigue estando atrapado, encerrado en las relaciones coloniales o neocoloniales de dominación. En ello se distingue realmente de las inmigraciones intraeuropeas. En ello, contrariamente a estas, transmite a su descendencia su propio movimiento de emigración-inmigración y la relación colonial que es la matriz de ello. No obstante, para la izquierda radical, una vez en Francia el emigrado no es más que un inmigrado y las generaciones que le prolongan de franceses como los demás no están sometidas a las relaciones imperialistas neocoloniales, sino a una falta de derechos, a unos prejuicios racistas y a las discriminaciones que serían consecuencia de ello.
A esta incomprensión de la especificidad de la inmigración surgida de las antiguas colonias se añade una visión reductora de la noción de racismo. En efecto, una de las dimensiones de la relación neocolonial que se le escapa a la izquierda es que perpetúa igualmente la relación racial producida por la colonización. La izquierda entiende esta (que generalmente se identifica con un periodo pasado de la expansión imperialista) como ocupación de territorio, como una forma de opresión nacional acompañada de una explotación de tipo capitalista. Ahora bien, la colonización hay que entenderla bajo el ángulo de las relaciones sociales que ella ha desarrollado. Y una de las características, si no la característica fundamental, de estas relaciones sociales es su racialización. En efecto, el colonialismo moderno, esta forma social que ha acompañado a la modernidad capitalista y estatal, es la construcción de una jerarquización social mundial basada en la noción de raza, es la constitución de una estratificación estatutaria de los poderes, fundamento de la supremacía blanca, a todos los niveles del vínculo social. Ya se la denomine colonialidad o racialidad de las relaciones de poder, sigue siendo reproducida a escala internacional por las nuevas formas de dominación imperialista, con independencia de la ocupación de territorios.
Con todo, en su inmensa mayoría la izquierda persiste en interpretar el racismo desde un punto de vista moral. Sería una ideología procedente de una pasado premoderno, siempre vivo, la expresión del odio al Otro, del rechazo de la diferencia, de una intolerancia que vendría de las épocas más oscuras, una disposición que atraería a las fuerzas más reaccionarias, relevadas de manera demagógica por la burguesía para dividir a las clases populares.
La incapacidad de entender el racismo en la profundidad de sus relaciones con el capitalismo y el imperialismo no deja de tener consecuencias sobre las acciones de la izquierda radical en el frente de la lucha antirracista. Así, se limita a una actitud pedagógica («el enemigo es el banquero, no el inmigrante») y actúa contra los diferentes tipos de discriminación como lo haría cualquier asociación de defensa de los derechos humanos, a veces acompañándolo al mismo tiempo de un discurso anticapitalista. El objetivo del enfoque de conjunto es favorecer la integración de todos en la lucha que se considera principal, en este caso, la lucha anticapitalista.
Sin embargo, esta estrategia, que finalmente es más de derechos humanos que anticapitalista o internacionalista, ha fracasado lamentablemente. Las capas subalternas blancas son cada vez más sensibles a la retórica racial en sus nuevas expresiones, mientras que las poblaciones surgidas de la inmigración miran con desconfianza a la izquierda, incluida la izquierda radical. La ilusoria consigna «franceses e inmigrados, un mismo patrón, una misma lucha», versión francesa del «proletarios del mundo, uníos», no tiene éxito entre unos ni entre otros. No es casual.
Así pues, la izquierda vitupera contra las fuerzas políticas racistas, acusadas de oponer a los trabajadores blancos a los trabajadores surgidos de la inmigración. No se equivoca. O solo en parte. Hace el mismo reproche a los movimientos que, como el Partido de los Indígenas de la República, afirman la necesidad de independencia política de las poblaciones surgidas de la inmigración. Se equivoca por completo. En efecto, no percibe que además de otras formas de jerarquizaciones sociales propias de, sobre todo, las lógicas capitalistas o patriarcales, el mundo del trabajo ya está dividido y estratificado por las relaciones sociales y que las clases populares blancas, en tanto que grupo, que colectivo y no como suma de individuos, tienen unos privilegios en relación con el conjunto de las poblaciones de las antiguas colonias.
Estos privilegios, que se basan en la dominación imperialista y en las relaciones sociales que la prolongan en la metrópoli, son los que jerarquizan a las clases populares y desarrollan en su seno unos conflictos que las clases dirigentes mantiene para su propio beneficio. Tanto en la empresa como en los barrios populares no solo tenemos a los proletarios, trabajadores, precarios o parados que se oponen a las clases superiores. También tenemos a los proletarios blancos que defienden sus magros privilegios de blancos o de «auténticos franceses» frente a los proletarios surgidos de las colonias. La convergencia entre ambos, inaudita por su confrontación objetiva a un mismo sistema capitalista, solo existe en estado de potencial, un potencial cuya realización choca contra la barrera racial que estructura el conjunto del cuerpo social. Lejos de ser una virtud inmanente a las relaciones de producción capitalista, la unidad de clase no podría tomar forma más que en términos de alianzas conflictivas que para existir dependen de la acción estratégica, es decir, de la capacidad de las poblaciones surgidas de la inmigración para organizarse de forma independiente en torno a sus propios retos y, a la vez, de la capacidad de las fuerzas proletarias blancas para integrar un enfoque internacionalista.
Sin embargo, todavía estamos lejos de ello. Y es que el internacionalismo reclama, a su vez, ser reconsiderado. La izquierda francesa ha tratado de tomar la medida de las mutaciones que han implicado la última gobalización y la construcción de la Unión Europea para concebir nuevas políticas en Francia integradas en un proyecto internacionalista renovado, cuyo esbozo en un momento dado creyó encontrar en el seno del altermundialismo. Es cierto que el internacionalismo debe revestir una nueva formulación. Ya no se puede comprender solamente en términos de solidaridad entre los proletarios más allá de las fronteras ni siquiera en términos de convergencia del proletariado de los Estados dominantes con los pueblos colonizados y oprimidos. Sin embargo, no se encontrará la alternativa si no se tienen en cuenta las transformaciones internas de Francia provocadas por el afluencia de poblaciones originarias de las antiguas colonias y su arraigo en Francia. Puede parecer paradójico, pero las diferentes globalizaciones históricas, que en sus lógicas y en sus formas sin duda no se han sucedido sino superpuesto, no solo han desarrollado unas formas de globalización de la lucha de clases en un espacio desprovisto en parte de fronteras, sino que también han yuxtapuesto unos espacios e internalizado unas fronteras. Desde este punto de vista es importante entender las modalidades y la magnitud de las conmociones que implica la internalización de las relaciones coloniales en el espacio francés. No es que fueran completamente exteriores en la época del Imperio, sino que hoy las relaciones entre grupos racializados, dominantes y dominados (a los que antaño en los territorios ocupados se llamaba colonos y colonizados), se crean a la vez en dos territorios (los países dependientes y la potencia colonial) y en un mismo territorio, el territorio francés, reconfigurado él mismo en función de retos raciales. Lo que se ha remodelado profundamente junto con el territorio es el conjunto de las relaciones sociales, de los conflictos y de los retos políticos en el seno de Francia.
En otras palabras, una estrategia de clase en los límites del espacio político francés solo puede concebirse internacionalista y un internacionalismo revisado y corregido debe integrar necesariamente una nueva dimensión, a saber, el desplazamiento parcial del espacio de la lucha decolonial y antimperialista en el territorio francés en el que se superpone y cruza el espacio de la lucha de clases. En adelante hay que sustituir un internacionalismo concebido como una relación más allá de las fronteras por un internacionalismo doméstico cuya cuestión racial, en todas sus dimensiones, sería fundamental. En una palabra, un internacionalismo decolonial.
Ahora bien, pensar un internacionalismo decolonial implica romper con el profundo economismo que caracteriza la acepción del capitalismo que me parece que todavía es hegemónica en el seno de la izquierda radical francesa. Esta ruptura tendría unas consecuencias importantes y positivas sobre la manera de concebir la lucha anticapitalista. En efecto, en Francia el capitalismo se concibe principalmente a través de sus modalidades económicas y la lucha política anticapitalista se entiende principalmente como una lucha contra la explotación capitalista. Así, las relaciones inmediatas de producción que, según Marx, determinarían «en última instancia» el conjunto de una formación social dada tienden a convertirse en la primera instancia de la política. Sin embargo, se sabe, y el propio Marx no se privó de repetirlo, que el Capital no es una relación de producción. Es mucho de otras cosas. Y si la lucha contra el capitalismo debe romper la relación de explotación, también debe romper o desmantelar muchas otras cosas. Aún más, yo diría que la lucha política tiene primero por objeto el poder de Estado y no el poder en la fábrica.
Cualquier militante que pertenezca a la izquierda radical me reprochará formular así unas evidencias y, en efecto, en la literatura y en la práctica de los diferentes movimientos de la izquierda radical se encontrará una cierta atención a otras dimensiones de la sociedad burguesa. Sin embargo, estas siguen estando subordinadas a la cuestión del capitalismo como relación de explotación y solo adquieren legitimidad real tras haber sufrido una puesta en forma que las «articularía» a esta relación de explotación. El feminismo, por poner un ejemplo, ha encontrado grosso modo los medios de esta puesta en forma, ayudado por la fuerza de los movimiento de mujeres de la década de 1970 y por las muchas mujeres presentes en las organizaciones de izquierda. La lucha en contra del racismo, no. Lo logra menos cuanto que, a pesar de que son víctimas directas de las relaciones de producción capitalista, las poblaciones surgidas de la inmigración parecen no tener nada contra lo que luchar. Lo más importante de su lucha está en otra parte. Se desarrolla en torno a cuestiones cuya relación con la dominación del capital la izquierda radical sigue sin captar, o que le parece si no desdeñables, cuando menos secundarias. Se resumen en tres palabras: dignidad, respeto y honor. ¿Que significan políticamente estas tres palabras? Expresan la voluntad de acabar con un estatuto, un estatuto no declarado, pero furiosamente activo, un estatuto que no está vinculado directamente a la explotación económica, sino a todas las dimensiones del vínculo social, el estatuto de raza inferior. Aunque un militante blanco anticapitalista debería ver en ello un cuestionamiento del Capital y del Estado burgués imperialista a partir de otra perspectiva, ve en ello una dimensión dañina de las prioridades, cuando no percibe en ciertas reivindicaciones de las poblaciones inmigradas (como el derecho a practicar sus cultos como les parezca) una amenaza contra los logros del movimiento obrero o, en las reivindicaciones culturales, una empresa de diversión fomentada por la burguesía.
Tuvimos un ejemplo asombroso de las consecuencias de esta miopía hace unos años cuando una mayoría de la izquierda radical se alió de hecho con los partidos burgueses para que se prohibiera llevar el velo musulmán en la escuela. De manera más general, lo que hay que señalar para lamentarlo es el callejón sin salida estratégico que revela la indiferencia dramática de la izquierda radical en relación con una fracción importante del proletariado de los barrios populares, en este caso los no blancos.
En efecto, desde la revuelta de noviembre de 2005 la izquierda radical, a semejanza de todos los partidos, parece interesarse por ello más que antes. No es menos cierto que no está dispuesta a tener en cuenta lo que hace su especificidad como grupo dominado racialmente, es decir, sobre todo sus reivindicaciones más importantes tal como las expresa él mismo, su cultura de resistencia en lo que tiene de particular, las formas y los contenidos a través de los cuales se politiza y se radicaliza, y por último, su voluntad afirmada de autonomía política. Todo ello, que un internacionalismo decolonial permitiría aprender y reconocer, la mayoría de la izquierda radical lo considera infrapolítico, no anticapitalista, regresivo e incluso a veces reaccionario.
En vez de proceder a las revisiones que se imponen, la izquierda radical hace generalmente la opción conservadora de lo que comparten los blancos, donde se está seguro de hablar la misma lengua, de tener los mismos valores y de compartir los mismos retos. En vez de la recomposición estratégica, quizá dolorosa, que permitiría construir puentes entre el proletariado blanco y el proletariado no blanco, la izquierda radical no deja de preferir la recomposición táctica entre blancos. En efecto, ¡cuántos ejemplos podría poner de los intentos de recomposición que en estos últimos años han visto juntarse, separarse, volverse a separar diferentes componentes de la «izquierda de la izquierda» y sacrificar sistemáticamente la cuestión racial y antimperialista al altar de la unidad para al final verse obligados, por las buenas o por las malas, a aliarse en el seno de un Frente de Izquierda, formado por unas fuerzas antiliberales, sin duda, pero también nacional-republicanas!
Si, como creo, el objetivo político de la izquierda radical es tomar el poder para desmantelar los mecanismos del capital, entonces no tiene otra opción, aún a riesgo de perder algunos aliados en el seno del mundo blanco, que volverse hacia las categorías de las más explotadas y a la vez las más oprimidas que son las masas proletarias surgidas de las antiguas colonias y en las condiciones que estas fijen. ¡Es la condición de un nuevo bloque social revolucionario que, para seguir hablando como se hacía en la década de 1960, sera decolonial o no será!
Este texto recoge la intervención de Sadri Khiari en el coloquio «Pensar la emancipación» celebrado en Lausanne, del 25 al 27 de octubre 2012 (véase el vídeo del coloquio: https://www.youtube.com)