Polis, fronteras y feministas punitivistas
Se pone un enorme énfasis en la vigilancia policial —incluyendo la vigilancia de fronteras— como la «solución» a la prostitución. Se da incluso entre gentes de izquierda. No obstante, hay que destacar lo poco que se escucha hablar sobre policía y fronteras en estas discusiones. Estas omisiones han llevado a la ilusión de que se pueden tratar las leyes que rigen el trabajo sexual sin ningún cuestionamiento acerca de cómo se aplican dichas leyes y acerca de quiénes van a aplicarlas. Pero las leyes no son únicamente «mensajes». Son lo que se le permite hacer a la policía en el mundo.
Las instituciones de la policía y de las fronteras pueden parecer naturales o inevitables, pero son inventos recientes. Sus formas modernas se remontan únicamente al siglo XIX y examinar su historia ilumina su presente.
En el sur de Estados Unidos, las primeras organizaciones policiales centralizadas y especializadas fueron las patrullas de esclavos, cuya principal función era atrapar y castigar a los esclavos fugados. Los historiadores de la región defienden que «deberían considerarse como precursoras de los actuales cuerpos de seguridad estadounidenses». [1]
A principios del siglo XIX, en los estados del norte de Estados Unidos y en Reino Unido, los cuerpos profesionalizados de policía se implantaron en respuesta a una clase obrera urbana inquieta, que se organizaba contra las malas condiciones de vida y trabajo. Como explica el historiador David Whitehouse, el Estado necesitaba una forma de control sobre las pujantes masas, las protestas y las huelgas sin tener que recurrir a «enviar al ejército», con el que se arriesgaba a crear mártires de clase obrera y así radicalizar aún más al populacho. [2] Así pues, la policía se instituyó para infligir una violencia por lo general no letal y para proteger los intereses del capitalismo y del Estado. La situación hoy en día no es muy diferente, cuando la policía invoca «la autorización del presidente de McDonald’s para justificar la detención de los trabajadores de los restaurantes que protestaban por un aumento de sueldo». [3]
Los actuales controles de inmigración son también en buena medida un producto del siglo XIX. Se basan en las ideas de la inferioridad racial propagadas por los europeos blancos para justificar la esclavitud y el colonialismo. Los refugiados judíos que llegaban a Gran Bretaña en las décadas de 1880 y 1890 fueron recibidos con una ola de antisemitismo; panfletos antisemitas defendían entonces que «en todas partes la trata de blancas [la realizan] […] los judíos».[4] Este pánico racista condujo a la proclamación de la Ley de Extranjería de 1905, que incluyó las primeras medidas antiinmigración nítidamente modernas en Gran Bretaña.[5] En Estados Unidos, las primeras restricciones federales a la inmigración incluyen la Page Act de 1875, la Chinese Exclusion Act de 1882 y la Scott Act de 1888. Estas leyes apuntaban a los migrantes chinos, especialmente a las trabajadoras sexuales, y dedicaban ingentes recursos a tratar de distinguir a las esposas de las prostitutas.[6]
Junto con el racismo, las angustias ante el sexo comercial se incrustan en las historias de los controles de inmigración. Estos controles son espacios legislativos en los que la raza y el género coproducen categorías racistas de exclusión: hombres de color como traficantes; mujeres de color como indefensas, seductoras, infecciosas; ambos como amenazas al organismo político de la nación.[7] Estas historias nos ayudan a ver que la violencia policial y fronteriza no son casos anómalos o la obra de unas pocas «manzanas podridas»; son algo intrínseco a estas instituciones.
El movimiento feminista debería, por lo tanto, ser escéptico ante los enfoques de la justicia de género que se basen en un refuerzo aún mayor de la policía o de los controles de inmigración.
Las feministas negras como Angela Davis han criticado desde hace mucho tiempo la confianza feminista en la policía y han señalado que la policía parece ser la protectora más benevolente en la imaginación de quienes menos encuentros tienen con ella. Para las trabajadoras sexuales y para otros grupos criminalizados y marginados, la policía no es un símbolo de protección sino una manifestación real del castigo y del control.
El feminismo que da la bienvenida al poder policial se llama feminismo punitivista. La socióloga Elizabeth Bernstein, una de las primeras en emplear ese término, lo usa para describir un enfoque feminista que prioriza una «agenda de ley y orden»; un desplazamiento «desde el Estado de bienestar al Estado carcelario como el aparato de imposición de las metas feministas».[8] El feminismo punitivista se centra en la vigilancia policial y la criminalización como las formas clave de impartir justicia para las mujeres.
El feminismo punitivista ha adquirido popularidad incluso aunque la policía —y el sistema de justicia penal en general— sean los principales agentes de la violencia contra las mujeres. En Estados Unidos, los policías tienen una probabilidad desmedida de tener comportamientos violentos o abusivos con sus parejas o hijos.[9] En el trabajo, cometen agresiones, violaciones y acosos en cantidades ingentes.[10] La agresión sexual es la segunda forma de violencia policial más denunciada en Estados Unidos (la primera es el uso excesivo de la fuerza) y los policías de servicio cometen agresiones sexuales en un porcentaje que dobla con mucho el de la población general de Estados Unidos.[11] Y estamos hablando únicamente de las agresiones que forman parte de las estadísticas: muchas nunca se atreverán a denunciar a un agresor ante sus compañeros. Mientras tanto, la naturaleza misma del trabajo policial implica infligir violencia: en los arrestos y cuando colaboran en el encarcelamiento, la vigilancia o la deportación. En 2017 se produjo un escándalo en Reino Unido cuando salió a la luz que la Metropolitan Police había detenido a una mujer por cargos de inmigración cuando había acudido a ellos como víctima de violación.[12] Sin embargo, para la policía es rutinario amenazar con arrestar o deportar a las trabajadoras sexuales migrantes, incluso cuando la trabajadora en cuestión haya acudido a ellos en tanto víctima de violencia.[13]
El feminismo punitivista tiene mucha presencia en los debates sobre el comercio sexual. Las comentaristas feministas dictan que «debemos fortalecer el aparato policial»,[14] que la penalización es «la única manera de acabar con el comercio sexual»[15] y que la penalización puede ser relativamente «benigna».[16] La feminista en contra de la prostitución Catherine MacKinnon ha escrito incluso con aprobación ambivalente acerca de «una breve estancia en la cárcel» para las prostitutas, puesto que la cárcel puede suponer para ellas «un alivio de las calles y los proxenetas». Cita a otras feministas de la misma opinión, que defienden que «para muchas mujeres en situación de prostitución la cárcel es lo más parecido que tienen a un refugio para mujeres maltratadas» y que, «teniendo en cuenta la ausencia de cualquier otro refugio o albergue, la cárcel proporciona un amparo seguro temporal».[17]
Las trabajadoras sexuales no comparten esta visión edulcorada del arresto y del encierro. Una trabajadora sexual en Noruega decía en una investigación: «Solamente llamas a la policía si crees que te vas a morir […]. Si llamas a la policía te arriesgas a perderlo todo».[18] Todas las trabajadoras sexuales de Kirguistán, Ucrania, Siberia, Lituania, Macedonia y Bulgaria consideran a la policía, más que cualquier otro grupo, como una amenaza a su seguridad, según la investigación de la Sex Workers’ Rights Advocacy Network (SWAN).[19] En 2017, en Nueva York, una mujer llamada Yang Song fue atrapada en una operación encubierta en el salón de masajes en el que trabajaba. Acababa de ser detenida dos meses antes por prostitución y acababa de agredirla sexualmente un hombre que presumía de ser policía (aún no está claro si en realidad lo era).[20] Cuando la policía volvió, con la intención de detenerla de nuevo por prostitución, ella se cayó, o saltó, o la empujaron desde la ventana de un cuarto piso. Yang Song murió.[21]
Acerca de hablar y de ser escuchada
¿Quiénes son las prostitutas? Las ideas parecen dar bandazos entre estereotipos contradictorios, algo que quizás no sorprenda tratándose de un grupo del que se habla más de oídas que por experiencia. De la misma manera que muchas migrantes son consideradas unas vagas gorronas mientras que, a la vez, de alguna manera, se las apañan para robar los empleos de la «gente decente», a las trabajadoras sexuales se las ve simultáneamente como víctimas y cómplices, a la vez sexualmente voraces y doncellas indefensas.
Cuando nuestra sociedad trata de reconciliar estas expectativas totalmente contradictorias, se pide a las trabajadoras sexuales que fabriquen una vocera que «represente a la comunidad». Esto es imposible, de la misma manera que no podría haber una mujer «representativa» que pudiera defender en todo momento los «temas de mujeres» que se pongan sobre la mesa. Una trabajadora sexual puede no parecerse en nada a otra en su identidad, sus circunstancias, su salud y sus costumbres. Desde la madre soltera con un trabajo entre semana en un salón de masaje escocés hasta la joven camboyana camarera en un bar y que desea viajar a Europa, desde el grupo de trabajadoras sexuales trans negras que han formado un colectivo político en Ciudad del Cabo hasta la migrante nigeriana indocumentada que se busca la vida en las calles de Estocolmo, a lo largo del norte y del sur global, a lo largo de un espectro de edad que cubre muchas décadas, las trabajadoras sexuales son inimaginablemente diversas en raza, religión, etnia, clase, género, sexualidad y diversidad funcional. Para lograr algo así como una representación auténtica, este libro requeriría miles de autoras.
Muchas activistas del trabajo sexual se encuentran con que sus testimonios son rechazados en los espacios feministas por la razón de que, debido a que son activistas, no son representativas; porque hablan desde una perspectiva excepcional, privilegiada y anómala.[22] Las cuestiones acerca de si una trabajadora sexual es «representativa» se convierten en algo recurrente: en su autoproclamado interés de escuchar «a quienes no tienen voz» las activistas en contra de la prostitución sitúan a toda aquella a la que sí pueden escuchar como alguien que por definición ya no necesita ser escuchada. Esta no es, por supuesto, la lógica que las activistas en contra de la prostitución aplican a sus propias voces.
Las autoras de este libro ciertamente no podrían describirse como representativas de todas las personas que venden sexo. Ambas somos mujeres cis y blancas, nacidas y criadas en el norte global, trabajamos en un país en el que el trabajo sexual que ejercemos está menos penalizado, tenemos educación de clase media y el acceso al poder y el capital que esta conlleva. No es accidental que las oportunidades para hablar en televisión, publicar artículos y ser candidatas a puestos de trabajo como activista remunerada nos lleguen a nosotras o a personas como nosotras. Como en cualquier otro movimiento radical, unas pocas activistas selectas reciben a menudo una cantidad desproporcionada e injusta de crédito por hacer el mismo trabajo que hacen junto a ellas otras trabajadoras sexuales más marginadas, que no pueden arriesgarse a hacer público su activismo.
La existencia de este libro, que está escrito en inglés y se centra en Reino Unido, donde ambas vivimos y trabajamos, ilustra por sí sola una manera en la que algunos modos de discusión están legitimados por la sociedad, al tiempo que otros no son reconocidos. En ocasiones los servicios que proporcionan y la construcción comunitaria que crean las comunidades marginadas de base pasan desapercibidos. Estas formas efímeras de resistencia pueden ser increíblemente jubilosas a la vez que salvan vidas; sus recuerdos son un valiosísimo patrimonio para un movimiento. Por otra parte, los libros, los blogs y los documentos políticos son formas de defensa que pasan con facilidad a la historia. Este libro nos ofrece una cantidad importante de espacio para explorar de manera crítica los aspectos, en ocasiones dolorosos, de las políticas del trabajo sexual, nos da un espacio y unos matices que la gente que se turna para hablar dos minutos por el megáfono en una manifestación no se puede permitir. Este libro se ha forjado desde nuestra perspectiva y nuestra perspectiva está conformada por nuestros privilegios. No obstante, hemos intentado incluir un abanico amplio de voces de trabajadoras sexuales en nuestra escritura, desde las triunfantes hasta las reflexivas, las críticas, las dolientes. Todas estas formas de discurso político son válidas.
Las trabajadoras sexuales a veces pagan un precio muy alto por su discurso político. En 2004, la activista sindical Sandra Cabrera fue tiroteada y murió en su casa en venganza por su trabajo, porque desafiaba la corrupción y la violencia policial que se ensañaba con las trabajadoras sexuales.[23] Su asesinato sigue oficialmente sin ser resuelto. Kabita Roy, una activista de un sindicato de trabajadoras sexuales en la India, fue asesinada en las oficinas del sindicato en Calcuta en 2016.[24] En enero de 2018, tres importantes activistas trabajadoras sexuales fueron asesinadas en Brasil.[25] En 2011, las bandas criminales asesinaron a la presidenta de un sindicato de trabajadoras sexuales migrantes en Perú. La trabajadora sexual Ángela Villón Bustamante, una colega de la sindicalista asesinada, dijo: «No entra dentro de los intereses económicos de la Mafia que las trabajadoras sexuales se organicen».[26]
Tampoco se distribuye equitativamente el alto precio del discurso político entre las trabajadoras sexuales. El estatus precario de las migrantes, el miedo al desahucio y a la violencia policial y la pérdida potencial de la custodia de los hijos suponen que las trabajadoras indígenas y migrantes, las que se alojan en precario y las que tienen menores a su cargo (especialmente las madres), arriesguen mucho más cuando se organizan o cuando se manifiestan que las trabajadoras sexuales que han conseguido alquileres de larga duración, que las que tienen un pasaporte o ciudadanía, o que las que no tienen hijos. Las trabajadoras sexuales cis están más seguras frente a estos peligros que las trabajadoras sexuales trans; las trabajadoras sexuales blancas están más seguras que las trabajadoras sexuales de color.
No obstante, incluso en nuestra calidad de trabajadoras sexuales con un relativo poder, demostrar que podemos hablar por nosotras mismas es a menudo una tarea agotadora. El «debate de la prostitución» está, de muchas maneras, más determinado por actores invisibles, como los profesionales de los medios de comunicación que redactan los titulares de un artículo y que eligen la foto que lo acompaña, o por los funcionarios de los gobiernos municipales que llevan a cabo actuaciones urbanísticas, que por cualquiera de quienes realmente ejercemos el oficio. Incluso las trabajadoras sexuales más privilegiadas asumen un riesgo considerable al volverse conocidas públicamente; el anonimato virtual es pues una herramienta vital para un discurso diverso. Pero este anonimato suele emplearse para desacreditarnos como perniciosas «lobbistas de la industria del sexo». Las páginas web en las que las trabajadoras sexuales se conectan de manera anónima con el público en general, entre sí y con los clientes, están siendo rápidamente desmanteladas. Cuando este libro entraba en prensa, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, firmaba una ley que trataba de impedir que las trabajadoras sexuales se comunicaran online, con implicaciones desastrosas, no solamente para nuestra defensa privada y nuestra política, sino también para la seguridad y la supervivencia de las trabajadoras sexuales.[27]
Escribimos este libro con plena conciencia de dónde nos situamos, pero también con la sensación de satisfacción que nos da poder ofrecer un libro sobre prostitución escrito por prostitutas. Sigue siendo, desgraciadamente, un acontecimiento muy excepcional. Las trabajadoras sexuales —y no las periodistas, las políticas o la policía— son las expertas en trabajo sexual. Aportamos nuestras experiencias de criminalización, violación, agresión, agresiones por parte de la pareja, abortos, enfermedades mentales, uso de drogas y violencia epistémica con nosotras, en nuestro trabajo militante y en nuestra escritura.[28] Aportamos el conocimiento que hemos desarrollado gracias a nuestra inmersión profunda en los espacios organizativos del trabajo sexual, espacios de ayuda mutua, espacios que están trabajando conjuntamente hacia la liberación colectiva. Como dos amigas que escriben juntas este libro, tratamos de visibilizar las exigencias de nuestro movimiento.
El hombre responsable de la matanza de Thika, Kenia, fue detenido en 2010. Confesó y afirmó que habría seguido matando hasta llegar a 100 prostitutas: «Conseguí 17 y aún me quedaban otras 83».[29] Aisha, una trabajadora sexual de Thika, que junto con sus amigas había protestado en la calle durante los días aterradores antes de que fuera detenido, dice: «Queríamos que la gente supiera que nos llamamos trabajadoras sexuales porque este es el pan del que nuestras familias dependen». Incluso ante una vulnerabilidad tan abrumadora, se identificaron abiertamente como trabajadoras sexuales por primera vez en público, con unas camisetas de un rojo brillante y cantando a pleno pulmón.[30] Como señalaba una trabajadora sexual que asistió a la protesta: «La comunidad debe saber que existimos. Y que no hay vuelta atrás».[31]
/publicado originalmente en el libro Juno, Mac, Smith, Molly (2020), Putas insolentes. La lucha por los derechos de trabajadoras sexuales, Madrid, Traficantes de sueños. Url: https://www.traficantes.net/libros/putas-insolentes