La formación del Estado argentino: la nación como proyecto homogeneizador
El presente artículo tiene como objetivo analizar cómo la formación del Estado argentino estuvo atravesada por los legados coloniales y las diferencias étnico-raciales introducidas por el nuevo patrón de poder (moderno y colonial). Siguiendo las aportaciones de autorxs decoloniales se estudian tres periodos históricos donde se desarrollaron distintas estrategias para homogeneizar culturalmente a la población que vivía en el territorio, en especial a los pueblos indígenas.
La rearticulación de la colonialidad del poder
Si bien durante los procesos de independencia de la Corona española los líderes latinoamericanos se aliaron con las clases populares (indígenas, negras y mestizas), luego asumieron como propias las ideas y necesidades de los centros hegemónicos de poder que eran más cercanas a sus intereses. Como explica Quijano la independencia y la formación de los Estados latinoamericanos se trataron de procesos de rearticulación de la colonialidad del poder, ahora liderados por las oligarquías criollas. Aunque estarían limitadas por el rol que les sería asignado en la formación del sistema capitalista mundial[1].
Los Estados latinoamericanos heredan, a través de la organización colonial, el modelo de Estado moderno donde una nación domina a otra dentro de un mismo territorio. Modelo vigente en España desde la segunda parte del siglo XV, donde la nación castellana mantenía el dominio sobre las demás naciones existentes en la península. En América Latina, a partir de 1810, los grupos blancos- mestizos dominarán a las demás naciones que habitaban dentro de sus fronteras. Los líderes que forjaron el nuevo Estado asumieron como propias las propuestas de modernización y progreso tratándose de distanciar en la mayor medida posible de lo autóctono, lo local.
En este sentido, Dussel[2] cuestiona la utilización de la noción “Estado-Nación” como sinónimo de Estado moderno, puesto que inicialmente ninguno de los Estados modernos estaba constituido por una sola nación. Para el autor sería más propio hablar de Estado de hegemonía o dominación uninacional sobre otras naciones. Las alianzas creadas durante los procesos de independencia entre clases contradictorias sería quebrada luego de la independencia: una nación central y dominante controlará al resto de las regiones y pueblos.
La necesidad de homogeneizar a la población y crear un sentido de unidad nacional en el continente americano estará atravesada por la violencia constitutiva de la modernidad y la colonialidad. En este sentido, la política que siguió el Estado argentino frente a los pueblos indígenas fue sistemática y continua en el tiempo, pese a que ciertos hechos históricos marcaron momentos culmines. La modernización del país, anhelada por las elites gobernantes, implicó y justificó el ejercicio de la violencia hacia quienes eran considerados como un obstáculo para tal proyecto. Además, se desarrolló una labor pedagógica tendiente disciplinarlos para adaptarlos a la vida civilizada y a homogeneizar a la población, a través del sentimiento de pertenecer a una misma y única Nación.
Sin embargo, al analizar la situación de Argentina, debe considerarse la heterogeneidad que existe en su interior. Las políticas nacionales no han tenido, ni tienen los mismos efectos en las distintas provincias. Como advierte Briones[3], no es sencillo hablar de todo el país cuando las prácticas y discursos hegemónicos no impactan de manera perfecta e igualitaria en las distintas provincias. Advierte la autora que existen estilos locales propios de construcción de hegemonía por lo que en las provincias existen diferencias en las formaciones de alteridad. Es decir, en cómo han sido tratados y pensados los pueblos indígenas que viven en el interior de las mismas. Pese a ello, entiende a los Estados como puntos de condensación que revelan cierta regularidad debido a operaciones que han sido normalizadas a través de distintos dispositivos y se encuentran sedimentadas en el sentido común de la población argentina.
De la Revolución de Mayo a la constitución del Estado oligárquico: política de exterminio
El periodo de formación del Estado argentino inicia en 1810, luego de la Revolución de Mayo, tiene su hito en 1853 con la sanción de la Constitución Nacional y se consolida hacia finales del siglo XIX. Si bien se trató de un proceso complejo, marcado por las disidencias entre las provincias, aquí el análisis se centra en las políticas desarrolladas por los gobiernos nacionales hacia los pueblos indígenas.
Luego de los procesos de independencia liderados por las elites criollas, los nacientes Estados latinoamericanos atravesaron un largo y dificultoso camino para lograr la “consolidación nacional”. En Argentina ello estuvo marcado por una multiplicidad de factores: el intento de mantener la misma extensión territorial del Virreinato del Rio de la Plata y los consecuentes enfrentamientos que ello generaba; la existencia de proyectos nacionales divergentes expresado en el largo enfrentamiento entre unitarios y federales; las batallas libradas contra los pueblos indígenas que constituían una “frontera interior” dentro del territorio; la presencia del colonialismo español e inglés, etc.
Pese a la heterogeneidad de factores que atravesaron el proceso de creación del Estado, interesa hacer hincapié en dos aspectos que mantienen continuidad durante la historia argentina y que repercuten especialmente en los pueblos indígenas. Uno es la conexión que existe entre la consolidación del Estado y el proceso de homogeneización cultural de la población que habitaba el territorio del país. El otro, la idea de forjar y consolidar la “Nación argentina” se presenta como un proyecto indispensable para afianzar las instituciones estatales y lograr “la paz interior”.
Rita Segato advierte que en Argentina la sociedad nacional fue el resultado del “terror étnico”, del pánico de la diversidad, por lo que la vigilancia cultural (no solo étnica) pasó por mecanismos institucionales, oficiales, desde la escuela hasta la prohibición de las lenguas indígenas donde todavía se hablaban. Además de las estrategias informales de vigilancia, como la burla del acento a los extranjeros, la vigilancia para no “hablar mal”, que se entrecruzaron en toda la sociedad. A diferencia de otros países, donde la idea de nación se forjó a partir del mestizaje o la diversidad, en Argentina la nación se constituyó como la gran antagonista de las minorías. Para la autora el papel del Estado argentino y sus agencias fue el de una verdadera “máquina de aplanar diferencias de extrema e insuperable eficacia”. Señala:
Todas las personas étnicamente marcadas, sea por la pertenencia a una etnia derrotada (los indios y los africanos) o a un pueblo inmigrante (italianos, judíos, españoles, polacos, rusos, sirios y libaneses, alemanes, ingleses o tantos más) fueron convocadas o presionadas para desplazarse de sus categorías de origen para, solamente entonces, poder ejercer confortablemente la ciudadanía plena.[4]
Para lograr este objetivo era necesario conseguir el control sobre la totalidad del territorio considerado argentino y su libre disposición para expandir el proyecto económico de las elites criollas. El cumplimiento de ambos objetivos, a lo largo del siglo XIX, fue clave para forjar el Estado nacional. En este sentido, Claudia Briones y Walter Delrio señalan que tanto la argentinización como extranjerización fueron dispositivos que primero operaron simbólicamente y recién con el tiempo se inscribirían materialmente. Por ello, hablan de las acciones tendientes a territorializar el Estado[5].
Los autores señalan cómo las versiones hegemónicas de los orígenes de la argentinidad se narran a partir de un territorio que desde un pasado remoto se concibe como “argentino”. Este territorio se inscribe dentro de los límites del Virreinato del Rio de la Plata y es pensado como la herencia recibida por los criollos que en 1810 gestaron la Revolución de Mayo. Ante ello no solo se buscó conservar los territorios virreinales sino también ampliarlos como parte inherente de la nueva república. Dicen Briones y Delrio:
De ahí las lamentaciones (y guerras) por la pérdida de algunas provincias del virreinato como el Alto Perú, la Banda Oriental, la gobernación de Asunción y los recurrentes y extendidos en el tiempo conflictos limítrofes con Chile. Más aún, tierras indígenas nunca incorporadas al control español efectivo también fueron vistas como parte de esa herencia colonial. Frente a este panorama, lo relevante aquí es que los sucesivos bloques hegemónicos que buscaron imponerse durante distintas coyunturas políticas se posicionaron ante los extensos territorios por entonces considerados “tierra de indios” como necesitados de un acto de recuperación más que de expansión.[6]
Sin embargo, luego de la independencia, la situación de los pueblos indígenas en el territorio era heterogénea. Existían pueblos libres, como los tehuelches, araucanos, charruas, chiringuanos y atacamas, que mantenían su autonomía, autoridades propias, formas de subsistencia originaria y control territorial. Otros, ya habían sido sometidos durante la época colonial y se encontraban en proceso de mestizaje con el resto de la población. En virtud de estas diferencias la relación entre el incipiente Estado y los pueblos indígenas era distinta. Mientras que con los ya “domesticados”, “amansados” se desarrollaban políticas de “civilización” para la integración a la cultura nacional, con otros, los que resistían a la dominación, las relaciones variaban entre la firma de tratados y/o la declaración de guerra.
En estas relaciones el Derecho jugó un rol fundamental; a partir de la independencia se promulgaron variadas disposiciones, reglamentos, leyes, decretos tendientes a regular la situación de los pueblos indígenas. Una de las primeras disposiciones de la Junta de Gobierno, luego de la Revolución de Mayo en junio de 1810, fue declarar la igualdad jurídica de los oficiales indígenas y los oficiales españoles. Así lo disponía Mariano Moreno:
En lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el indio: ambos son iguales y siempre debieron serlo, porque desde los principios del descubrimiento de estas Américas quisieron los Reyes Católicos que sus habitantes gozasen de los mismos privilegios que los vasallos de Castilla.[7]
Sin embargo, el reconocimiento formal de la igualdad solo estaba dirigido hacia los pueblos indígenas ya sometidos. Los demás, todavía en resistencia, recibieron otro trato por parte de los líderes revolucionarios.
Durante el período de organización constitucional, tanto los gobiernos nacionales como provinciales celebraron tratados con caciques de los pueblos indígenas para regular distintas cuestiones: cooperar en la defensa de las fronteras interiores, autorizar el comercio entre cristianos e indígenas, ofrecer protección, posibilitar la entrada de misiones religiosas, la construcción de caminos, etc. En varios de los acuerdos los caciques se comprometían a cooperar con el gobierno nacional en la defensa de las fronteras, hacer la guerra a las tribus enemigas y se sometían a la autoridad del gobierno nacional. A cambio el gobierno ofrecía protección, alimentación, la propiedad de las tierras que estimara conveniente y elementos de trabajo, tales como arado, semillas y animales. Sin embargo, las autoridades indígenas denunciaban constantemente el incumplimiento de los tratados por parte de las autoridades argentinas.
Por su parte, durante 1810 y 1828 se realizaron distintas acciones, entre militares y pacíficas, para afianzar y fijar las llamadas “fronteras interiores”. Con el transcurso de los años y en la medida que la frágil institucionalidad del país comenzaba a afianzarse, la necesidad de expansión de las fronteras se hacía más evidente. A pesar de la firma de tratados, la tensión iba en aumento y durante las siguientes décadas los gobiernos argentinos libraron verdaderas batallas dirigidas a dominar a los pueblos y a apropiarse de sus territorios.
En 1823 en el intento de expandir la frontera de Buenos Aires hacia el sur y, tras la resistencia de los pueblos tehuelches y ranqueles, el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, declaraba:
La experiencia de todo lo hecho nos enseña el medio de manejarse con estos hombres; ella nos guía el convencimiento que la guerra con ellos debe llevarse hasta su exterminio…. Veríamos, también con dolor, que los pueblos civilizados no podrán jamás sacar ningún partido de ellos ni por la cultura, ni por ninguna razón favorable a su prosperidad. En la guerra se presenta el único, bajo el principio de desechar toda idea de urbanidad y considerarlos como a enemigos que es preciso destruir y exterminar[8]
El aumento de la violencia contra los pueblos indígenas llegaría a su punto máximo en los próximos años donde los gobiernos nacionales cometieron un verdadero exterminio. Frente al avance del Estado, los pueblos indígenas desarrollaban distintas formas de resistencia y se enfrentaban al ejército argentino. En este contexto de gran inestabilidad interna, tanto territorial como política, para las elites criollas la unión del país se lograría a partir de la consolidación de las instituciones estatales. No podría existir espacio donde el Estado no tuviera jurisdicción y llevara su proyecto de modernización y civilización. Las acciones para territorializar el Estado llevó a ejercer campañas militares de mayor contundencia en los territorios indígenas libres del dominio estatal, en especial el Chaco y la Patagonia.
La acción militar del gobierno tenía como objetivo, además de controlar los territorios indígenas, expandir un modelo económico que asegurara la riqueza privada. En 1876, previo a una batalla contra los pueblos indígenas, Alsina, por ese entonces ministro de Guerra, expresaba ante sus tropas los objetivos de su misión:
La misión que el gobierno os ha confiado es grande –asegurar la riqueza privada, que constituye al mismo tiempo, la riqueza pública– vengar tanta afrenta, como hemos recibido del salvaje –abrir ancho campo al desarrollo de la única industria nacional con que hoy contamos- salvar las poblaciones cristianas de la matanza y del pillaje del bárbaro- en una palabra combatir por la civilización.[9]
Frente a la resistencia de los pueblos indígenas a la imposición de un modelo civilizatorio ajeno, la violencia y el exterminio fue la vía elegida por el gobierno nacional para fundir la nacionalidad argentina y consolidar el Estado nacional. Así lo proclamaba el general Julio Argentino Roca:
Sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez y para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de la sangre y el sudor de muchas generaciones[10]
Con estos antecedentes se inicia la “Conquista del Desierto” (1879- 1885) destinada a extender las fronteras hacia el sur, eliminar a los pueblos indígenas que resisten y desintegrar sus culturas. La “limpieza” del territorio, ya sea a través del exterminio o confinamiento de las poblaciones hacía territorios más alejados, era necesaria para la consolidación de la Nación. En 1885, el general Vintter informaba:
En el Sud de la República no existen ya dentro de sus territorios fronteras humillantes impuestas a la civilización por las chuzas del salvaje. Ha concluido para siempre en esta parte, la guerra secular que contra el indio tuvo su principio en las inmediaciones de esa Capital el año de 1535[11]
Finalizada la “Conquista del Desierto” se consumaría el despojo de sus tierras, la división de sus territorios, el reparto de los mismos entre la oligarquía, la transformación económica y el reemplazo de la población indígena por colonos que comenzarían a poner desarrollar el proyecto civilizatorio planeado por los gobiernos nacionales.
La actividad estatal no fue unilineal con relación al destino que tendrían los pueblos indígenas derrotados. Las políticas de confinamiento duraron por más de una década luego que fuera oficialmente finalizada la actividad militar al sur del país. Distintos estudios señalan los destinos ulteriores que tuvieron los pueblos indígenas, que varían entre matanzas, deportaciones masivas, traslados, encierro, apropiación de los niños y niñas indígenas, etc. Alexis Papazian[12], en base al análisis de archivos oficiales, demuestra cómo la Isla Martín García fue utilizada como un campo de concentración que funcionó antes, durante y después de la Campaña del Desierto.
Sin embargo, la actividad expansiva del Estado no había finalizado aún, durante los próximos años las regiones del norte, especialmente el Chaco, sería objeto de expediciones y continuas guerras contra las poblaciones indígenas aún no sometidas. En la región del Chaco la Revolución de Mayo de 1810 no había alterado demasiado la vida de las comunidades indígenas que seguían viviendo en territorios libres. Durante las siguientes décadas se realizaron distintas expediciones pero las condiciones climáticas y geográficas dificultaban en gran medida el acceso de los colonizadores.
Fue a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó la actividad militar en el norte de país. Se mantenía, ahora hacia el norte, la misma política de “limpieza” del territorio, ya sea exterminando a las poblaciones indígenas o confinándolas a lugares más remotos. El informe del Coronel Manuel Obligado al Ministerio del Interior, explicaba los objetivos de las acciones:
Y no los hemos de traer a la vida civilizada sino cumpliendo nuestras promesas, o de lo contrario, habrá que proceder franca y enérgicamente a su exterminio, pues para que estos territorios se pueblen rápidamente necesitamos pasarlos con toda tranquilidad y ofrecer a sus pobladores completa garantía.[13]
Así, durante el siglo XIX fruto de las actividades tendientes a territorializar el Estado, tanto operaciones militares como campañas de colonización, morirían 20.000 indígenas de forma violenta. Para esta época prácticamente ya no quedarían pueblos indígenas libres, salvo algunas regiones del Chaco y del Litoral que todavía no han sido conquistadas pero si “rodeadas”. Recién a mitad del siglo XX se logrará un control estatal total en los territorios habitados por los pueblos indígenas.
Tal como reflejan los discursos de los generales, el uso de la violencia y el extermino era justificado ante la resistencia de los pueblos indígenas a aceptar el proyecto civilizatorio que se proponías las elites. La modernización era concebida como un proyecto emancipatorio, que implicaba la salida de un estado de barbarie, por lo que se encontraban justificados los eventuales sufrimientos que puedan padecer “los salvajes” durante ese proceso.
Como explica Dussel con la Conquista el Otro, es negado como otro y es obligado a incorporarse a la totalidad dominadora, como cosa, como instrumento, como oprimido. Luego de esta conquista, la colonización opera como un proceso de “modernización”, de civilización del otro, para alienarlo como lo mismo. Así, en Argentina, tras el ejercicio de la violencia, a través del exterminio, comienza una praxis pedagógica, cultural, política y económica de dominio sobre los dominados. Comienza la colonización en todos los ámbitos de la vida cotidiana de las comunidades indígenas tendiente adaptarlas e integrarlas a la vida nacional. Sin embargo, el ejercicio de la violencia no fue abandonado totalmente, sino que se recurrirá al mismo cuando sea necesario.
Así, durante el siglo XX se desarrollará una intensa actividad tendiente a “civilizar” a los pueblos indígenas para adaptarlos a las labores que exigen la expansión de la economía. La incorporación a los trabajos en los ingenios azucareros y plantaciones de algodón se realiza en condiciones de sobreexplotación y esclavitud. Además, de la proliferación de políticas tendientes a erradicar aquellas prácticas culturales consideradas contrarias a la vida civilizada. Francisco Ortiz, Ministro de Relaciones Exteriores, luego de las Compañas del Desierto, expresaba esta política con gran claridad:
Este es el problema a resolver: si rechazaos a esos indios, si los asesinamos, si los mantenemos en guerra perpetua; o si se hacen los sacrificios necesarios para amansarlos, domesticarlos, civilizarlos gradualmente, para que se incorporen a nuestra civilización, haciendo de ellos hombres útiles en lugar de salteadores, de asesinos.[14]
Para cumplir este objetivo el papel de las misiones religiosas, existentes desde la Conquista, fue destacado y ambiguo. Si bien denunciaban las terribles condiciones que vivían las poblaciones indígenas, fruto de los trabajos en las haciendas o por el contacto con los ejércitos, también afianzaban el proceso de aculturación. Las poblaciones indígenas eran forzadas a abandonar aquellas prácticas culturales que se consideraban “salvajes”, (prácticamente la mayoría), y eran instruidas en las labores que requerían la nueva economía regional.
Briones y Delrio[15] apuntan que las misiones estatales y religiosas fueron concretadas solo en territorios del norte el país, donde las nuevas industrias requerían concentración de mano de obra y los indígenas se pensaban más primitivos al ser cazadores y recolectores. En la Pampa y en la Patagonia no se concretaron misiones duraderas, salvo en Tierra del Fuego. Igualmente la norte del país fue trasladada gran parte de la población sometida en el sur como fuerza de trabajo.
El exterminio a grandes poblaciones indígenas no solo respondía a la necesidad estatal de extender “las fronteras interiores” del país sino también a homogeneizar la población para facilitar la consolidación de la “paz interior”. Luego, de acuerdo a las necesidades de la producción, fueron incorporados como mano de obra explotada para trabajar en los ingenios de azúcar al norte del país.
De las repúblicas oligárquicas a los gobiernos populares: la pedagogía
A partir de la sanción de la Constitución de 1853, los gobiernos nacionales representaron los intereses de las oligarquías propietarias de las grandes extensiones territoriales despojadas a los pueblos indígenas. En Argentina los sectores populares estuvieron excluidos de la participación política hasta 1912 cuando por la Ley de Saenz Peña se aprobó el “voto universal”[16], que facultaba a los varones mayores de edad a votar.
Con la presidencia de Hipólito Yrigoyen en 1916, primera elección presidencial fruto de la implementación del “voto universal”, se produce un cambio histórico que permite la lenta incorporación a la vida política de sectores sociales antes excluidos. Este proceso alcanzará otra ampliación años posteriores con el surgimiento del peronismo, que marcará el destino político del país durante las siguientes décadas.
Estos gobiernos, caracterizados como populares, generaron cambios en la relación con los pueblos indígenas al comenzar a desarrollar con mayor intensidad políticas de tutela y de protección. Si bien existió cierto interés en tratar la “cuestión indígena” para mejorar las condiciones de vida de estos pueblos, la actividad estatal respondía a la misma política de homogeneización cultural e incorporación forzada a la vida de la Nación. En estos años se intensificaría la política de “pedagogía” hacia ellos.
Con el gobierno de Yrigoyen se comienza a discutir la necesidad de la reparación cultural hacia los pueblos indígenas y a poner énfasis en la necesidad de protección frente a la explotación que se vivían en los trabajos en las haciendas. Si bien se produce un cambio de discurso político, ahora destinado a la protección y tutela, continúa la misma lógica de “civilizarlos” e “integrarlos” a la vida del país.
Así lo expresa el discurso del diputado Carlos Montagna, en 1939, al presentar un proyecto ante la Cámara de Diputados para la formación de una Comisión Nacional de Protección al Indígena. El proyecto proponía la defensa de las comunidades indígenas y el traslado a Colonias, donde recibirían una fuerte tutela por parte del Estado hasta que se consideraran aptas para la incorporación en la vida “civilizada”:
Y no sólo debemos considerar el problema del indio por razones de humanidad y de orden moral superior, sino porque son seres fácilmente adaptables a nuestra civilización, útiles en el trabajo y de gran rendimiento cuando se les orienta, se les encauza, se los guía en sus primeros pasos de adaptación, hasta por sí solos poder independizarse, como ha acontecido en las colonias sostenidas por la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios.[17]
Por su parte, durante la presidencia de Perón se desarrollaron políticas dirigidas hacia los pueblos indígenas. Para Morita Carrasco[18] los dos gobiernos peronistas marcaron un cambio de actitud hacia la cuestión indígena, ya que importaron la incorporación masiva de sectores populares a la vida política del país. En el caso de los pueblos indígenas se entregaron documentos de identidad actualizados a fin que pudieran ser incorporados a la masa electoral. Los distintos planes económicos disponían que “la población indígena será protegida por la acción directa del Estado mediante la incorporación progresiva de la misma al ritmo y nivel de vida general de la Nación”.[19]
Distintas referencias históricas reflejan que a pesar de los cambios de la política hacia los pueblos indígenas durante el transcurso del tiempo, existía una continua política homogeneización, a través de la negación de la diversidad cultural, y de apropiación de sus territorios. En un principio con el exterminio y, luego, a través de las políticas indigenistas que tenían como objeto civilizarlos, educarlos, para adaptarlos a la vida nacional.
Como advierte Rita Segato desde la propia fundación de la nación argentina, con la Constitución de 1853, se vio dirigida a aplanar las diferencias culturales existentes. Los arquitectos de la nación, una mezcla de políticos, educadores, estrategas e higienistas, elaboraron las políticas tenientes a “educar y sanear” que “fueron los grandes eufemismos del proyecto de limpieza cultural (pero no en todos los casos étnica) que resultó en la homogeneización profunda de sus habitantes en la extensión entera del territorio y especialmente en las fronteras”[20]
Tras 200 años de Estado argentino: de la integración al desarrollo
Pese a las reformas legales, realizadas a partir de la década de los 90, que reconocen los derechos de los pueblos indígenas la colonialidad sigue vigente en nuestros días. A continuación se presenta brevemente parte de un discurso presidencial de Cristina Fernández de Kirchner que refleja la continuidad de una misma lógica estatal, fundamentada en la necesidad de “progreso” de los pueblos indígenas pero ahora con una nueva terminología: el desarrollo.
El modelo de desarrollo surge después de la Segunda Guerra Mundial, aunque sus raíces se encuentran en procesos históricos más profundos de la modernidad y el capitalismo. Diversos autores y autoras han estudiado en profundidad el modelo y han señalado sus limitaciones. Vandana Shiva[21] advierte cómo la reducción de la naturaleza “de una madre viva” a una materia inerte y manipulable resultó conveniente para la expansión del proyecto de desarrollo y capitalismo. Lo que se entiende por desarrollo es el crecimiento de la economía de mercado, considerada como la única economía posible que excluye otras formas de economía. El crecimiento está orientado a un nivel de consumo propio de los países más industrializados, que no se puede extender al resto del mundo.
Para María Mies[22] el denominado desarrollo no se trata de un proceso evolutivo en el que se pasa de una etapa inferior a una superior, sino de un proceso polarizador en el que unos son cada vez más ricos que otros. Advierte que hace 200 años el mundo occidental era solo cinco veces más rico que los países empobrecidos. En 1960 la proporción era de 20 a 1 y en 1983 de 46 a 1.
Desde la perspectiva decolonial, Arturo Escobar[23] señala, que el desarrollo se trata de un discurso producido históricamente que responde tanto a un proyecto económico como cultural. Cultural en dos sentidos: surge de la experiencia de la modernidad europea y, además, subordina a las demás culturas y conocimientos bajo los principios occidentales. Esta idea de desarrollo privilegia el crecimiento económico, la explotación de recursos naturales, la lógica del mercado, etc. Involucra una serie de principios como el de individuo racional, la separación de la naturaleza y cultura, la economía separada de lo natural y social, la supremacía del conocimiento experto por encima de otro saber.
En sus estudios, Escobar analiza cómo durante el periodo de 1945-1960 “expertos en desarrollo” comenzaron a llegar a Asia, África y Latinoamérica construyendo así el Tercer Mundo. El conocimiento experto excluiría los conocimientos, las voces y necesidades de aquéllos quienes, paradójicamente, deberían beneficiar: los pueblos empobrecidos de Asia, África y Latinoamérica. Aunque las políticas destinadas a promover el desarrollo han recibido fuertes críticas por sus efectos negativos en los países más empobrecidos, aún es parte del imaginario social, en especial, de las clases gobernantes y medias.
Para Escobar este discurso tiene implicaciones prácticas y se despliega en todos los ámbitos de la vida, tanto material como subjetiva. Hizo posible la creación de una vasta red institucional, a partir del cual se convirtió en una fuerza real y efectiva transformando la realidad económica, cultural, social y política de las sociedades en cuestión. Sin embargo, no opera a través de la conquista, sino de la imposición de normas que forman parte del imaginario social y colectivo (libre mercado, democracia, consumo al estilo estadounidense, etc.).
En Argentina durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner se hizo especial hincapié en fortalecer un modelo de desarrollo que respondiera a las necesidades del pueblo argentino, en contraste con la lógica imperante de protección a los mercados financieros. Durante su mandato las políticas económicas estaban dirigidas a fomentar el crecimiento económico, las exportaciones, el comercio y las inversiones. Lo que importaba una fuerte intervención del Estado en el ámbito económico para poder aumentar el consumo interno, atacar la pobreza y lograr un mayor bienestar en la población.
Eduardo Gudynas caracteriza el modelo argentino de esa época como una postura “nacional-popular”. Durante su mandato se hacía especial referencia a las demandas del pueblo y al sentimiento nacional argentino, adquiriendo en algunas ocasiones ribetes heroicos y míticos[24]. El Estado es concebido nuevamente como constructor de nacionalidad luego de la etapa de gobiernos neoliberales de los 90.[25]
En 2010, con motivo de la celebración del segundo bicentenario de la Revolución de Mayo, un grupo de organizaciones indígenas marcharon desde de diferentes partes del país hasta Buenos Aires para solicitar una entrevista con la presidenta. En el encuentro los representantes indígenas expresaron que en los 200 años de vida, el Estado no había sido incluyente con ellos y que la situación de las comunidades era crítica. Solicitaron la restitución de sus territorios, propusieron la creación de un ministerio de política indígena, denunciaron la situación de marginación en las que viven las comunidades y el peligro que las empresas petroleras generaba en sus territorios.
Algunos fragmentos de la respuesta de la presidenta fueron los siguientes:
…Las cosas han cambiado, el mundo ha evolucionado y si te descomponés y te tengo que operar no te puedo operar en el medio de monte te tengo que operar en un hospital, con el instrumental (…) ¿Se entiende lo que digo? Porque sino caemos en lo otro, que es en el indigenismo, como una deformación del respeto a las culturas de los pueblos originarios…
…Además de trabajar mucho hay que hacerlo con la inteligencia y racionalidad de conservar los grandes valores culturales que cada pueblo trae, pero también aceptar las cosas que la modernidad nos da para poder vivir mejor…
Si actuamos con inteligencia y el sentido de mejorar, de progresar, que no significa renunciar a lo que uno piensa, pero… yo escuché sonar celulares aquí, ustedes tienen celulares, no están negándose, no se comunican como antes con humo, necesitas el celular para comunicarte y no significa que dejes de ser un PPOO, por eso yo creo que tenemos que ser realistas también, sinceros y sensatos ¿no? Si suena el celular y te comunicas por celular, un instrumento de la modernidad terrible como pocos, eso no significa que te tengas que vestir como quieren en un supermercado o en un shoping, pero tampoco niegues las ventajas que ha traído el progreso y además, que vos también estás utilizando
… el caso este que vos me decías, si hay petróleo en un lugar y los que están allí tiene que ser… en todo caso llevar a ese contingente, de compañeros, a otro lugar exactamente con las mismas características y condiciones, pero no podemos dejar Milagro de sacar el petróleo porque lo necesitamos para poder desarrollarnos, para poder vivir…
…Mis responsabilidades están sobre todos, sobre ustedes y los casi 40 millones de argentinos que viven acá en la República Argentina (…) Todos me demandan cosas y está bien, para eso soy la presidenta de los argentinos…
…Respeto a que este Bicenetario estamos igual o peor que siempre, en el anterior centenario… se celebró con estado de sitio, había represión, muerte, tal vez no de los pueblos originarios y sí de los que habían venido de Europa, de socialistas, anarquistas, comunistas[26]
La respuesta de Fernández de Kirchner a las demandas indígenas refleja la continuidad de las políticas desarrolladas históricamente por el Estado argentino. Se considera que la única alternativa existente para garantizar un mayor bienestar de la población es seguir un modelo económico diseñado unilateralmente por el Estado. No existe reconocimiento de las demandas indígenas como fundamentadas en derechos, sino como una actitud poco inteligente de estos pueblos. Tampoco se los considera como actores políticos que tienen el derecho a participar en la gestión de lo público. Lejos de considerar sus planteamientos, la mandataria adopta nuevamente una actitud pedagógica y tutelar como respuesta.
Ello refleja lo que Enrique Dussel, denomina la “falacia desarrollista”, que consiste en creer que existe un único modelo de desarrollo, unilineal y marcado por el camino ya transitado por la experiencia europea. Sin embargo, se trata de una nueva versión del, ya explicado, “mito de la modernidad” que supone la existencia de una civilización más desarrollada, superior, que tiene la obligación moral de desarrollar a los más primitivos, a los salvajes.
Por su parte, también continúa presente (aunque en disputa) el discurso que niega la presencia indígena y reafirma los orígenes europeos de la población argentina. En abril de 2015, en un contexto de largo enfrentamiento entre el gobierno nacional y representantes de los pueblos indígenas, especialmente del pueblo Qom, la presidenta reivindicaba a Argentina como un país de inmigrantes. En su discurso presidencial, en el marco de la conmemoración del día del Veterano y de los Caídos en la guerra de Malvinas, expresaba lo siguiente:
…es la misma actitud, es el mismo sentimiento que tenemos con cada una de las comunidades, con cada uno de los inmigrantes que llegaron a nuestro país. Todos los que estamos -y no temo equivocarme- todos los que estamos sentados en esta mesa, no somos pueblos originarios de la Argentina; somos hijos, nietos, biznietos de inmigrantes. Porque esto es la Argentina, un país de inmigrantes[27]