Discurso de la Comandanta Esther y la lucha de las mujeres zapatistas frente la hegemonía patriarcal: un análisis feminista descolonial
Introducción
“Se taparon la cara para hacerse visibles… y les vimos” (José Saramago)
El año 2001, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) realizó la “Marcha del Color de la Tierra”, una movilización que duró 37 días recorriendo aproximadamente seis mil kilómetros, desde Chiapas hasta el Distrito Federal. La movilización tenía como objetivo impulsar el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés y propiciar de esa manera el diálogo con el Gobierno de ese entonces (Vicente Fox al mando) y a quien se le exigía tres señales: la aprobación de la ley COCOPA[1] (en su versión original) por el Congreso de la Unión; la liberación de los presos políticos zapatistas en el país y el retiro del ejército de siete posiciones claves de la zona de conflicto (Olivera 2004: 158). Esta marcha que –para muchos– marca un antes y después en la historia política de México, visibiliza no sólo la lucha de los zapatistas y sus demandas, sino que la de toda una población indígena que empatiza con el movimiento haciéndose cómplice de su marginación y de sus peticiones.
Un momento relevante dentro de las actividades al arribar a la Ciudad de México fue la del acto político en el zócalo. Allí el otrora subcomandante Marcos (hoy subcomandante Galeano) se dirigió a toda la nación que lo escuchó detenidamente cuando habló sobre los padecimientos que estaban sufriendo los pueblos indígenas. Pero lo más importante vendría después, cuando el Congreso Nacional accede a recibir al EZLN. Así describió la situación un medio de prensa internacional en aquel entonces: Después, tras amenazas de irse con las manos vacías, vino el triunfo político. En un hecho sin precedentes, el Congreso mexicano recibió por la puerta principal a la dirigencia zapatista que con sus trajes tradicionales y pasamontañas ocuparon los sillones usualmente destinados a los miembros del gabinete. En la máxima tribuna del país, la comandante Esther, con la misma fuerza con que afirmó «sufrimos tres veces porque somos mujeres, somos indígenas y somos pobres» dijo a los legisladores «venimos a que nos escuchen y a escuchar y a dialogar».[2]
El discurso de la Comandanta Esther genera una ruptura en la lógica tradicional del parlamento, toda vez que una mujer indígena, encapuchada, rebelde y con una postura antinómica sube al escaño y pronuncia un discurso que pone en valor el proyecto zapatista, las leyes indígenas que ellos consideran indispensables de aprobar y el trato hacia su población que se exige como esencial para poder convivir en un país pluricultural como es México.
Al alero de la inexorable reflexión antropológica surge la siguiente pregunta: ¿De qué manera rompe la estructura normativa y el orden hegemónico el discurso pronunciado por la comandanta Esther en el Congreso Nacional el año 2001? Para responderla, se llevará a cabo un análisis bibliográfico y teórico desde una perspectiva feminista descolonial.
Marco teórico
La crítica feminista hacia la antropología constituye el análisis de la omisión del papel de la mujer en el funcionamiento de la sociedad. ¿Cuál es el fundamento tras aquella estructuración del género femenino bajo un control que lo organiza y somete bajo una dominación hegemónica?
Siempre se consideraron los asuntos de las mujeres como si fuesen peyorativos o poco relevantes por encontrarse fuera de la dimensión pública, donde se llevan a cabo las principales actividades y donde emergen las instituciones que constituyen la estructura de la integración social. Como pudieron observar algunas antropólogas feministas, existía –y existe- una posición de inferioridad generalizada de las mujeres en diferentes contextos, determinada por diferentes condiciones simbólicas y materiales. Algunas autoras, como Dolores Juliano, plantean que las mujeres constituyen un sector subalterno, pero que esta posición les permite renegociar o impugnar su situación por lo que también se constituyen como sujetos activos en el campo de las relaciones sociales, y desde esa posición desigual de poder elaboran estrategias para romper su invisibilización y lograr reconocimiento (Juliano, 1992). Surge entonces el cuestionamiento de las construcciones sociales en torno al género en la vida cotidiana y también en los estudios e investigaciones, ya que éstas refuerzan y dan pie a construcciones simbólicas que reproducen las relaciones de poder.
Existen diferentes posiciones con respecto al origen de la dominación masculina por sobre el género femenino. Hay quienes plantean que esto se debe a causas naturales, lo que está ligado al “determinismo biológico”. Esta noción reproduce el poder hegemónico y patriarcal, ya que perpetúa la idea de que existe la categoría de un ser humano “más fuerte” que otro, y tiende a naturalizar el sistema cultural que permanece en un status quo que menosprecia a la mujer deliberadamente. Sin embargo, gracias a trabajos etnográficos realizados en diferentes comunidades, se ha demostrado que la división social entre hombres y mujeres está socialmente construida. Investigaciones como la de Margaret Mead en su estudio de tres sociedades de Nueva Guinea en 1935, que luego se traduce en su libro “Sexo y Temperamento”, concluye que no existen determinaciones inamovibles, sino que, por el contrario, la naturaleza humana es completamente maleable y flexible. Todo lo que en occidente se concibe como “natural” puede ser deconstruido y planteado de manera diferente en sociedades en otras latitudes del mundo.
La búsqueda por encontrar incansablemente un orden social estructural que permita una convivencia entre los individuos que componen una sociedad lleva a construir simbolismos y representaciones mentales que posteriormente se vuelven “naturales”. Por ello la importancia de deconstruirlos, para poder reformularlos y transformarlos, ya que aquellas conceptualizaciones permiten el desenvolvimiento de un sistema desigual e injusto, que se traduce en aspectos de la vida cotidiana que oprimen al género femenino, consciente o inconscientemente.
“[…] no se trata meramente de introducir el género como uno entre los temas de la crítica descolonial o como uno de los aspectos de la dominación en el patrón de la colonialidad, sino de darle un real estatuto teórico y epistémico” (Segato 2011: 30-31).
La importancia de la postura feminista como enfoque crítico es justamente el de visibilizar las diferencias estructurales naturalizadas que marcan a los investigadores como sujetos de observación. Dejar atrás las clasificaciones binarias que anulen u omitan cualquier tipo de perspectiva por considerarla menos importante o prescindible, sobre todo tomando en cuenta que la etnografía tiene como principio el de observar todas las prácticas culturales que se generen dentro de un grupo humano para conocer su comportamiento social, más allá de las representaciones simbólicas –o si es así–, dar cuenta de ellas objetivándolas.
Las antropólogas feministas rompieron con el romanticismo centrado en la valoración de cada cultura como positiva por sí misma, pasando a una perspectiva crítica en la que se redefine la tensión entre universalidad y particularidad. Así se postula que existen valores universales que no pueden ser “negociados” en virtud de situaciones específicas en las que resulten transgredidos en nombre de concepciones de género que no sólo permiten sino estimulan que se perpetúe la subordinación de las mujeres y otras subordinaciones que la acompañan como la étnica, la racial y la de clase (Castañeda, 2006: 39).
Cuando aparece la perspectiva feminista la reflexión se hacía principalmente sobre la emancipación de la mujer en función de la dualidad hombre/mujer, aunando todas las diferencias que pudiesen existir dentro de la categoría “mujer”, no tomando en cuenta otros factores como etnia, clase, religión, nación, etc. Se contrarrestaba el género femenino con la condición masculina, subsumiendo a la ilusión de una opresión en común. Fueron, precisamente, las perspectivas interseccionales dentro del feminismo, las que aportaron una mirada más amplia sobre cómo raza y clase dan forma a la experiencia de vida de las mujeres, en interacción con el género, desestabilizando –y problematizando– el supuesto de que las mujeres somos un grupo homogéneo (Crenshaw, 1989).
Otra de las perspectivas de análisis son las relacionadas con el feminismo descolonial, corriente que cuestiona las categorías homogeneizantes del feminismo “occidental” por considerarlo excluyente y parte de una narrativa que deja fuera las perspectivas que están cruzadas por otros factores que no pueden estar disociados de la condición de mujer. Los aspectos de identificación de los sujetos están cruzados por muchas variables; no obstante, lo que muchas veces ha hecho el género es superponerse o hasta obviar a estas, por ende, no siempre ha sabido integrarlas a la hora de comprender ciertas motivaciones. Entonces, lo que ocurre es que actualmente las diferencias entre mujeres constituyen un factor fundamental a la hora de pensar desde una perspectiva feminista.
Cabe destacar que las corrientes del feminismo descolonial nacen como una mirada crítica al paradigma decolonial trabajado por el grupo Modernidad/Colonialidad. Una de las bases de aquel paradigma es develar la existencia de una matriz colonial que cruza casi todos los ámbitos de la vida (Walsh, 2008). Esta matriz opera con cuatro ejes: la colonialidad del poder, que explica cómo a raíz de la colonización se establecieron clasificaciones sociales basadas en jerarquías raciales y sexuales. La colonialidad del saber, que posiciona a los saberes occidentales, europeos y racionales como las únicas fuentes y epistemologías válidas de conocimiento (Walsh, 2008). La colonialidad del ser, relacionada con la inferiorización, deshumanización e invisibilización de algunos grupos humanos, normalmente grupos étnicos que escapan a la norma blanco-mestiza (Walsh, 2008). Y finalmente, la colonialidad de la madre naturaleza, que da cuenta de la negación de una relación milenaria, integral y espiritual con la tierra. Analizando la matriz colonial es que queda claro que la raza es un patrón de poder y un instrumento de dominación y control social que pudo establecerse por la dominación colonial de Europa, y luego –por supuesto– por la reproducción de las diferentes clases políticas nacionales, lo que se conoce como prácticas coloniales internas (Lander, 2000: Quijano, 2005: Walsh, 2008). Así es como el paradigma decolonial reconoce y pone en valor los pensamientos “Otros”, cuestionan epistemologías hegemónicas y proponen otras alternativas de conocimiento.
En medio de estos análisis el feminismo descolonial introduce nuevas perspectivas, nutriendo y a la vez criticando el paradigma decolonial y aportando el eje de la “colonialidad del género” a la matriz. María Lugones lo acuña, afirmando que la categoría de género también es una categoría eurocéntrica y colonial, al igual que la raza. La autora devela que el género y la heterosexualidad “sirven para encubrir la forma en que las mujeres del ‘tercer mundo’ experimentaron la colonización y continúan sintiendo sus efectos” (Mendoza, 2016: 23). Esto nos hace pensar en que las mujeres que sufrieron procesos de colonización “no solo fueron racializadas, sino que al mismo tiempo fueron reinventadas como mujeres de acuerdo a códigos y principios discriminatorios de género occidentales” (Mendoza, 2016: 23).
En ese marco, en este artículo se buscar responder a una pregunta fundamental al alero de los planteamientos de la comandanta Esther en el parlamento el año 2001: ¿cómo es que se posiciona una mujer indígena en el orden hegemónico estructural?
Sylvia Marcos entrega algunas líneas sobre eso, asegurando que “las zapatistas son modelo y emblema de cómo unir las luchas como mujeres con las luchas de los pueblos indios, en una intersección de etnia/género”, emergiendo la clara postura del zapatismo de “implementar y ampliar las formas estructurales de su organización para favorecer y crear espacios de autoridad incluyentes de las zapatistas y las mujeres de sus bases de apoyo. A su vez, las zapatistas han sabido apropiarse y reformular muchas de nuestras propuestas feministas por los derechos de las mujeres” (Marcos, 2018: 59).
En este caso- es interesante analizar la toma de consciencia reivindicativa por parte del movimiento zapatista que exige el cumplimiento de sus derechos y que logra la desalienación y construcción de un cuerpo legal que ha deconstruido las relaciones de poder entre mujeres y hombres indígenas. Finalmente, lo que hace es desnaturalizar las categorías dominantes y hegemónicas para así situarse, a nivel internacional, como la revolución más importante que cierra el siglo XX.
Relevancia de la Ley Revolucionaria de Mujeres del año 1993
“Así que aquí estoy yo, una mujer indígena. Nadie tendrá por qué sentirse agredido, humillado o rebajado porque yo ocupe hoy esta tribuna y hable (…) Mi nombre es Esther, pero eso no importa ahora. Soy zapatista, pero eso tampoco importa en este momento. Soy indígena y soy mujer, y eso es lo único que importa ahora. Esta tribuna es un símbolo” (Comandanta Esther, 2001)
La Ley Revolucionaria de Mujeres, promulgada en diciembre del año 93 constituye:
Un referente simbólico muy importante para cientos de mujeres indígenas, zapatistas y no zapatistas, que sueñan con la construcción de una vida digna para ellas, sus hijas y sus nietas, sin embargo, sigue siendo más un ideal a alcanzar que una realidad vivida (Vuorisalo-Tiitinen 2011: 37).
Este documento legal que construyen los zapatistas (incluso antes del levantamiento del año 1994) desarrolla puntos fundamentales para la potenciación de la mujer a nivel individual y comunitario; en términos políticos, sociales, económicos y biológicos. Así el movimiento zapatista se convertía en el primero en Latinoamérica en incorporar las demandas de género como aspectos urgentes de desarrollo.
El trabajar estos temas en torno a la mujer, ha generado procesos de agencia en ellas a partir de su participación activa en sus comunidades, transformando las relaciones de poder. Las mujeres indígenas de esta manera están enfrentando y revirtiendo las definiciones estereotipadas de la mujer sumisa, conservadora, pasiva y obediente de los procesos impuestos por los hombres:
“Desde hace muchos años hemos venido sufriendo el dolor, el olvido, el desprecio, la marginación y la opresión (…) Ya cuando estamos un poco grandes, nuestros padres nos obligan a casar a la fuerza (…) Abusan de nuestra decisión, nosotras como mujer nos golpea, nos maltrata por nuestros propios esposos que dicen que no tenemos derecho de defendernos (…) Nosotras las mujeres indígenas no tenemos las mismas oportunidades que los hombres, los que tienen todo el derecho de decidir de todo. Solo ellos tienen el derecho a la tierra y la mujer no tiene derecho como que no podemos trabajar también la tierra y como que no somos seres humanos” (Discurso Comandanta Esther, 2001)
A raíz de las palabras de la Comandanta Esther y tomando los análisis de Hernández y Zylbergberg, entendemos que el debate sobre las desigualdades de género se ha extendido a comunidades y asambleas comunitarias indígenas, sin embargo, se trataría de un primer paso de un proceso de largo aliento para que se logren transformaciones reales y sustantivas en la vida de las mujeres indígenas (Hernández, Zylbergberg 2007: 4). Pese a esto, el discurso de la comandanta Esther busca develar que la subordinación femenina es una construcción social, no un orden establecido, y que se ha sostenido en la creación de simbolismos y representaciones mentales que se socializan constantemente. A la vez pone énfasis también en la construcción del imaginario de mujer indígena, demostrando la intersección de ambos ejes de opresión:
“A nosotras las mujeres indígenas, nos burlan los ladinos y los ricos por nuestra forma de vestir, de hablar, nuestra lengua, nuestra forma de rezar y de curar y por nuestro color, que somos el color de la tierra que trabajamos. Siempre en la tierra porque en ella vivimos, también no nos permite nuestra participación en otros trabajos. Nos dicen que somos cochinas, que no nos bañamos por ser indígena”. (Comandanta Esther, 2001)
El dar vuelta esta situación y lograr un reposicionamiento de la mujer a partir de lo que ha ocurrido con los zapatistas es lo que parece interesante y exige un análisis antropológico. Esto sin dejar de lado que aún existen enraizadas muchas prácticas en el cotidiano que han vuelto complejo el camino para las mujeres, por lo cual no se debe hacer una apología del movimiento ni una fetichización de su desarrollo.
Consideramos que ni las representaciones idílicas del EZLN como vanguardia del movimiento de mujeres indígenas, ni las visiones satanizadas del mismo como espacio “eminentemente patriarcal”, dan cuenta de la complejidad de los procesos sociales de los últimos siete años, en los que las mujeres indígenas han construido nuevos espacios de participación política en medio de procesos de alianza, confrontación y negociación con el movimiento zapatista (Hernández, Zylbergberg 2007: 3)
Esto hay que tenerlo claro a la hora de analizar los procesos que han desarrollado las mujeres zapatistas, que han debido sobrellevar y superar los obstáculos del sistema, y también de los hombres que, aunque dicen aceptar las demandas de las mujeres, se les hace difícil cuando deben enfrentar que sus esposas o hijas tomen cargos importantes y sean ellos los que deban cuidar a sus familias mientras ellas participan en juntas o asambleas. A esto se suma los problemas de inseguridad de las mujeres que, al ser primerizas al adquirir los cargos importantes y en la toma de decisiones relevantes, no saben realmente cómo actuar y no reciben el apoyo necesario por parte de sus compañeros.
En algunos pueblos no había o no hay el apoyo moral que algunas o muchas de nosotras, como mujeres que apenas estamos participando o tomando un cargo, necesitamos, mucho más si nos sentimos incapaces de ejercer el trabajo que nos toca. Otra dificultad es quizá el temor de equivocarnos en los trabajos que nos toca desempeñar, o el miedo de que los compañeros se burlen de nuestra participación, cuando por supuesto que todos empezamos desde abajo (Nabil, Integrante del Consejo Autónomo. MAREZ Tierra y Libertad. Revista de la Escuelita Zapatista 2014: “Participación de las mujeres en el gobierno autónomo”).
Sin embargo, las mujeres han sacado su voz, aunando también las de otras poblaciones indígenas de todo México. La Ley Revolucionaria de Mujeres permitió hacer visible la lucha a nivel nacional e internacional, y representa las ideas de cientos de mujeres- organizadas o no- que estaban buscando participar en la lucha por su territorio y sus derechos.
Para julio de 1994, mujeres indígenas organizadas en cooperativas artesanales y productivas (cómo J’pas Joloviletik, OIMI, J´pas Lumetik, Nan Choch e ISMAM), miembras de organizaciones indígenas y campesinas (cómo CIOAC, ANIPA y ORIACH) y vinculadas a proyectos de salud (cómo CSESC, y OMIECH), conjuntamente con asesoras mestizas de organizaciones no gubernamentales feministas (cómo COLEM, CIAM y K’inal Antsetik), ya habían empezado a crear un frente amplio de mujeres, cuya primera manifestación fue la Convención Estatal de Mujeres Chiapanecas (creada en julio de 1994). (Hernández, Zylbergberg 2007: 5)
Y esta voz es pronunciada por la comandanta Esther, aquella sujeto de enunciación específica que pronuncia un discurso en el parlamento nacional, posicionándose firme frente a todo ese público compuesto por personas totalmente diferentes a ella, ella que es radicalmente distinta a lo que los espectadores estaban esperando ver y escuchar en ese espacio reservado para una elite política “experta”; ella, “mujer- indígena- pobre” (como se autodenomina en su discurso) logra dar a conocer las demandas suyas, de las y los oprimidos, de las y los subalternos.
Conclusiones
Consideramos que el nuevo discurso en torno a la “dignidad de la mujer” y las demandas de género del EZLN, asumidas como propias por un importante sector del movimiento indígena, han venido a confrontar el sentido común que veía como “normales” o naturales las desigualdades que sufren las mujeres indígenas. Estas desigualdades están sustentadas, por una parte, en el género -que establece diferencias entre hombres y mujeres- y por otra parte, en la jerarquización racial instalada y perpetuada a través del colonialismo. Podríamos decir que las nuevas demandas de las mujeres indígenas ponen de manifiesto una ruptura con ese marco de referencia y por lo tanto constituyen en sí mismas una transformación importante. Sus nuevos discursos confrontan las definiciones hegemónicas de las relaciones de género en torno a lo que implica ser mujer e indígena, y ponen de manifiesto la intersección entre ambos factores, evidenciando las opresiones específicas que se generan y cómo éstas determinan comportamientos y vivencias a nivel social, económico, relacional, familiar etc. Estamos ante un momento de ruptura, en el que las mujeres indígenas han reclamado el poder de «nombrar» y de desnaturalizar la desigualdad a través de sus discursos. En estos momentos denominados «puntos de ruptura» (Roseberry, 1995), o «penetraciones» (Willis, 1981), en los que el “sentido común” (Comaroff y Comaroff 1991), o la “doxa” (Bourdieu, 1977) se pone en cuestión (Hernández, Zylbergberg 2007: 3,4).
¿Cuál es la aporía que podemos observar en este caso en particular de análisis? Vemos ante todo rebeldía. Rebeldía de un movimiento que ha sabido llevar a cabo un proyecto revolucionario sin precedentes; un proceso indígena que busca poner en valor las tradiciones, los derechos, la dignidad de un pueblo. Y con todo aquello, además, busca romper con las estructuras hegemónicas en torno a la construcción naturalizada de la mujer indígena, las categorías de sumisa y devota se reivindican, ya no son estáticas, sino que se vuelven debatibles, cuestionables. Esas mismas mujeres son igualmente protagonistas de la lucha, resquebrajando las desigualdades de género cuando participan en asambleas comunitarias intentando poner freno a los problemas de injusticia y violencia en contra de sus comunidades, con el deseo de transformar su realidad social.
El zapatismo, movimiento que ha sorprendido con la implantación de nuevas lógicas en su lucha por la autonomía, ha permitido que se abran nuevas oportunidades de participación a mujeres, dando paso a una nueva categoría de ser “mujer indígena”.
¿Significó realmente una ruptura al orden hegemónico el que haya pronunciado el discurso una mujer indígena encapuchada? ¿El movimiento zapatista logra generar un quebramiento del status quo de la sociedad mexicana con su marcha del color de la tierra? ¿Haber llegado hasta el Congreso marca un hito en la historia política reciente del país? En términos concretos es probable que no, de hecho, hasta el día de hoy no se logran los principales acuerdos establecidos en la COCOPA y, sobre todo actualmente, hay un ambiente de alta beligerancia en el territorio.
Sin embargo, lo que hace Esther es generar un alto impacto a nivel simbólico. Por una parte, a nivel físico y visual, ya que nos encontramos con una mujer indígena, vestida con un chal sobre un huipil tradicional tzotzil, lo que constituye una potente imagen que irrumpe en un espacio homogéneo y normado como el Congreso de la Unión. Por otra parte, el impacto simbólico se constituye a nivel discursivo, al encontrarnos con una mujer indígena, zapatista, que nos habla de rebeldía, de legitimación, de paz y de ley, marcando así el comienzo y la construcción de una realidad distinta, determinada por la visibilización de la mujer indígena y la ocupación de nuevos espacios donde ellas se constituyan como agentes activos y puentes entre el mundo civil/legal y el mundo rebelde. El discurso de Esther genera una transformación que legitima al movimiento zapatista y lo sitúa desde la honestidad, transformando a nivel discursivo un ejército rebelde en algo “legal”.
Como ya se ha mencionado a lo largo de este artículo, la importancia de este caso específico que se ha analizado es el posicionamiento de una mujer que representa a todo un sector históricamente oprimido. No solamente a la población indígena, sino que a la mujer: un menosprecio que es heredado y transmitido continuamente. Además, la forma subversiva surge desde una actitud dialogante frente a la hegemonía de una clase política que ha utilizado elementos vinculados a la violencia para mostrar su poder y superioridad.
En cambio, Esther recalca y pone en valor el respeto a la hora de hablar:
Mi voz no faltó el respeto a nadie, pero tampoco vino a pedir limosnas. Mi voz vino a pedir justicia, libertad y democracia para los pueblos indios. Mi voz demandó y demanda reconocimiento constitucional de nuestros derechos y nuestra cultura. (Discurso Comandanta Esther 2001)
El contraste es claro, Esther no pretende utilizar las mismas formas caracterizadas por la violencia de la que ella y su pueblo han sido víctimas por cientos de años. Y el movimiento tampoco lo hará. Los zapatistas nos enseñan una nueva manera de hacer política, otras lógicas para lograr autonomía. Esto puede reconocerse con la promulgación de la Ley Revolucionaria de Mujeres, con la forma de actuar de las autoridades, con la manera de expresarse a través de los comunicados.
Como dijo el subcomandante Galeano (en ese momento todavía Marcos): «¿La toma del poder? No, apenas algo más difícil: un mundo nuevo.” (Carta del Subcomandante Insurgente Marcos a Gaspar Morquecho, 2 de febrero de 1994. Citado por Alejandro Raiter e Irene Muñoz (1995)). La ruptura con la hegemonía patriarcal, entonces, no se fija en el momento del discurso ni tampoco se reduce a la personificación de éste en la comandanta; la ruptura radica en el proceso revolucionario que comienza mucho antes del levantamiento del 94’ y con objetivos mucho más amplios:
Soy una mujer indígena y zapatista. Por mi voz hablaron no sólo los cientos de miles de zapatistas del sureste mexicano. También hablaron millones de indígenas de todo el país y la mayoría del pueblo mexicano (…) Y voy a terminar mi palabra con un grito con el que todas y todos ustedes, los que están y los que no están, van a estar de acuerdo: ¡Con los pueblos indios! ¡Viva México! ¡Viva México! ¡Viva México! ¡Democracia! ¡Libertad! ¡Justicia! (Discurso Comandanta Esther, 2001)
Maritza Sore Galleguillos. Periodista, Maestra en Estudios de Género (Universidad de Barcelona). Sus principales temas de investigación se basan en los cambios identitarios durante los procesos migratorios y en la articulación política de mujeres migrantes, temáticas trabajadas principalmente en Santiago de Chile y Barcelona.